En una fría noche de primavera, a las afueras de Tairbeart, un par de jóvenes corrían silenciosamente entre los árboles de coníferas, sobre las grandes raíces articuladas que sobresalían del suelo como venas saltonas. Sus pies se movían ágilmente, aterrizando con las almohadas de las plantas de forma que el único sonido que se escuchaba era el de sus corazones latiendo aceleradamente.
La luna en cuarto menguante se miraba amenazadora desde su alto punto en el cielo, observando con interés como un caos se encendía en Escocia. Esa fue una de las primeras noches de la Gran Guerra de Sucesión, y no por ser el inicio fue insignificante.
Flora paró en seco su carrera al escuchar un aullido a lo lejos, pero lo bastante cerca para sentir esa horrible presencia, con temor apretó el arco de madera que llevaba listo para atacar, y se preparó para alcanzar una flecha de su espalda. Wulver, su hermano mayor, le hizo una seña silenciosa para que aguardara mientras él daba una vuelta para revisar el perímetro, y salió corriendo, perdiéndose entre la espesa niebla blanquecina que comenzaba a formarse.
La joven esperó paciente y atenta, controlando su respiración y la velocidad de los latidos de su corazón. Sus orejas afiladas, poseedoras de un agudo sentido del oído, se movieron en dirección a el sonido de una respiración extra, una que no concordaba con el ritmo y las características de la de Wulver. Sin pensarlo, sacó una flecha del carcaj, y hábilmente apuntó en dirección del enemigo con tensando la cuerda.
Deteniéndose ante el peligro inminente, Cardo Gunn, asegurando el aza de su morral cruzándola por su torso, se refugió detrás del tronco de un árbol. Caminó lentamente hacia el siguiente escondite, intentando pasar desapercibido a la vez que enfocaba el rostro de la arquera. Cardo no estaba realmente asustado, sino intrigado, y a la defensiva. Era la primera vez que un fuath de su especie se atrevía a traspasar la frontera del territorio de Kirk, el Kelpie.
Flora respiró profundo, pero sin hacer ruido, dejando salir una gran cantidad de humo de su nariz. Cardo se acercó un poco más, al fin siendo capaz de observar sus largos cabellos castaños trenzados en su coronilla como una corona, su viejo vestido verde oscuro con una rajadura en la falda que le llegaba casi al nacimiento de su pierna izquierda, el chaleco de piel reforzado con metal y un carcaj asegurado con un pedazo de tela de tartán. El joven pisó una rama suelta, y esta crujió, causando un estruendoso eco que se propagó por el bosque. La cuerda del arco de Flora se tensó más en el acto e inmediatamente soltó la flecha, la cual viajó por el viento casi en cámara lenta y pasó rozando la mejilla enrojecida de Cardo, terminando clavada hasta la mitad en un árbol.
Flora era una arquera letal, su puntería era una de las mejores de la época, era la versión fuath de Robin Hood. Esa flecha hubiese sido mortal si Cardo fuese solo un humano cualquiera, por suerte no era, así que pudo esquivarla a tiempo. Lo que no esquivó fue al lobo que lo atacó por la espalda, empujándolo al piso de bruces, mordiendo su hombro con ferocidad y encajando sus garras en la musculosa espalda del hombre.
El joven Cardo gritó, pero de su boca no salió sonido alguno, sino una onda sonora tan aguda que no podía ser captada por el oído cualquiera. Los hermanos Valentine chillaron de dolor al unísono, Flora dejó caer el arco para cubrirse los oídos, y Wulver se encogió en sus cuatros patas y gimoteó dolorosamente. El joven aprovechó esta oportunidad para ponerse de pie y encararlos, con sus ojos verdes brillando amenazadores; hizo un gesto con ambas manos, formando un circulo imaginario frente a su cuerpo, y toda el agua que se encontraba en la superficie de las hojas de los árboles, del pasto y la hierba fue atraída hacia ese círculo, se juntó como un gran aro líquido que fluía en dirección de las manecillas del reloj.
La chica tomó el arco de nuevo y preparó una nueva flecha. Ya no podía controlar su pulso, mucho menos su respiración. Nunca había visto a un sujeto hacer ese tipo de cosas. Los ojos luminiscentes del hombre los miraban feroces, su frente empapada de sudor solo le daba más recursos a ese extraño poder de manipulación del agua, y se notaba que él no dudaría ni un segundo en aniquilarlos.