El Cú Sith no sabía lo que le esperaba cuando, después del ataque de los wulver Valentine que lo dejó realmente malherido, se escondió en lo más profundo del bosque, bien alejado de la puerta de las Colinas de Eildon, se metió en una cueva oscura y húmeda y esperó a que sus heridas sanaran.
Tenía mordidas por todo el cuerpo, quemaduras y su pelo negruzco había comenzado a caerse. Tampoco podía recuperar su forma humana. Tuvo que quedarse como un sabueso moribundo todo ese tiempo.
Entonces, tras un par de días, en los que realmente sintió que había llegado su hora de partir, tuvo una espeluznante visita. Primero oyó unos pasos elegantes y pausados, el extraño sonido —parecido a un siseo— de las piedras y conchas marinas que adornaban la cola del vestido de una mujer alta y delgada, tan blanca como la nieve, de cabello rubio, como de luz, y ojos inhumanamente bellos —y letales. En su cabeza llevaba una enorme corona con flores, pedrería, metales preciosos y huesos de animales, y su apariencia daba una impresión de bondad, la cual era prácticamente nula en aquella persona.
Sus ojos, como dagas de hielo, se afinaron en aquella densidad negra, deteniéndose solo por un segundo ante la entrada de la caverna. Y luego, siguió caminando con una dirección muy específica.
El Cú Sith tembló.
Su respiración se hizo agitada y sonora, lastimera.
La mujer, sin piedad, tomó al perro del cuero del pescuezo, lo alzó con repulsión y lo lanzó al exterior de la cueva con una fuerza antinatural. Cuando en animalito moribundo azotó, lanzó un quejido y ahogó un chillido.
Aquella señora de la corona exagerada se unió al sabueso, y en vez de mostrar un poco de misericordia, le propinó una patada en las costillas.
—¡Perro inutil! —gritó ella—. ¡Tenías una tarea! ¡Una simple tarea!m
—Lo- lo s-s-si-si-siento, m-m-maj-majes-tad…
—Li sienti, mijistid —se burló—. ¡¿Crees que no me enteré?! ¿Qué nunca llegarían a mis oidos tus fallos? ¡La dejaste ir, perro! ¡Tenías a la maldita visionaria y la dejaste ir!
Era poco decir que la Reina estaba histérica, había mucha más locura en su comportamiento que una simple crisis nerviosa.
—Fueron… fueron los selkies, majestad —dijo, excusándose—. Venían dos de ellos… dos y dos lobos, de esos de los que se convierten en humanos.
—¿Dos lobos, dijiste? —La expresión de la Reina cambió drásticamente, casi palideció, si es que eso era posible—. ¿Y se convertían en humanos? ¿Cómo un…? ¿Wulver?
—S-si, m-mi Señora.
La Reina Hada escondió el temblor de sus extremidades en la larga y pesada tela de su vestido, caminó en círculos, intentando ocultar su expresión del Cù Sith. La bilis, si es que ella tenía, dada su naturaleza, corría por todo su cuerpo; un sabor a sangre se propagó por toda su boca, y el corazón le latía fuertemente.
—Dime más sobre esos wulver, perro —exigió—. ¿Cómo eran? ¿Escuchaste algún nombre?
El Cú Sith, con mucho esfuerzo, se incorporó, sentándose en sus patas traseras, escondiendo la cola y bajando las orejas.
—N-no escuché, majestad —tartamudeó, tembloroso—. Pero eran dos. Uno de ellos era negro, completamente negro… y el otro era pardo, casi rojizo… Y venían con los selkies, los príncipes… esos que están viviendo bajo la protección del Lunático de Loch Fyne.
—Y los ojos, perro, dime cómo eran sus ojos.
—¿D-de quién, majestad?
—¡Del lobo negro, imbécil!
—N-n-no l-lo-lo sé, majestad. Perdóneme, mi vista no es muy buena cuando… cuando es-estoy en esta fo-fo-forma.
La Reina no dijo nada, pero le propinó una patada que lo hizo estrellarse contra el tronco de un árbol, y luego azotó contra el articulado suelo enlodado.
—¿Y, ellos se llevaron a la visionaria? —preguntó la mujer, acercándose al pobre perro negruzco que yacía débil bajo la sombra.
—Es-ese maldito selkie —susurró, casi siseando—. Se llevó a mi visionaria…
Una lágrima amenazó con caer por el peludo hocico del animal.
—¿MI visionaria? —La Reina se burló—. ¡¿MI?! —. Soltó una carcajada sarcástica y exagerada—. No te equivoques, pulgoso. Yo te envié por ella, a que me la llevaras al palacio para ser interrogada. En ningún momento dije: «Perro, ve a aparearte».