Libro 2 : Sangre Maldita (en reescritura)

Capítulo 4 – La comunidad élfica

El olor a sangre corrompía el aire, acre y persistente. Se filtraba entre los árboles heridos, se aferraba a la corteza, envenenaba el musgo. El bosque, antaño vibrante de vida, había quedado inmóvil bajo el peso de una masacre. Por todas partes, huellas —algunas humanas, otras no— salpicaban el suelo mancillado. Manchas rojas, fragmentos de armas, ramas arrancadas. El caos había atravesado aquel lugar como una tormenta furiosa.

Unas horas antes, ese espacio oculto entre los troncos inmensos aún resonaba con cantos y risas. Una comunidad no humana, aunque de rasgos humanos, había establecido allí su campamento, llevando luz y bullicio a ese rincón salvaje del bosque. Su presencia, aunque exuberante, había dado al bosque un aliento distinto. Pero todo eso ya era pasado.

Ahora, solo quedaban las cenizas invisibles del recuerdo. La vegetación era opaca, las hojas muertas, ennegrecidas, y el silencio… espeso. Aplastante. Un silencio póstumo. Del tipo que sigue a una matanza.

Los cuerpos, si no habían sido reducidos a pedazos, habían sido llevados. Capturados. Arrastrados a un lugar desconocido, más siniestro aún que aquel claro desgarrado. El viento soplaba, seco y helado, bajo un cielo bajo y oscuro. Reinaba la sombra. Total.

Solo tres seres permanecían allí, inmóviles en medio del desastre. Envueltos en largas capas grises, arcos a la espalda, espadas y dagas en la cintura, escudriñaban el lugar con la mirada. Sus orejas afiladas y el leve resplandor que emanaba de su piel no dejaban lugar a dudas: eran elfos, miembros de las patrullas exploradoras.

No hablaban. No al principio. El horror pesaba más que las palabras. Pero la angustia ya rugía en sus venas.

—Hay que avisar al jefe. Y rápido —dijo finalmente uno de ellos, con una tensión sorda en la voz.

—Tienes razón, Ulimgor —asintió la segunda—. Esos bárbaros licántropos habían hecho su guarida aquí, y mira cómo terminó. Si sus agresores fueron capaces de eliminar a una manada entera de hombres lobo… ¿quién puede asegurar que no vendrán por nosotros?

Tada observaba las sombras entre los troncos, con la mano en la empuñadura de su daga. Marhalthas, el tercer explorador, asentía lentamente, la mirada esquiva.

—No es normal… —murmuró—. Los licántropos son brutales, pero no caen fácilmente. Se curan rápido. Pelean como bestias, literalmente. ¿Una manada completa, aniquilada... sin alertas, sin huida, sin huellas claras de un combate organizado? ¿Con qué estamos tratando?

No hubo respuesta. Solo un silencio aún más denso.
Y quizás eso era lo más aterrador.

Ulimgor asintió, con la mandíbula apretada.

—Marhalthas tiene razón. Tenemos que irnos. Ya. Si siguen por aquí… ni siquiera nosotros estaríamos a salvo.

Intercambiaron una mirada. Ninguna palabra más. Ningún juramento de lealtad o valentía. Solo la evidencia. El instinto.

Sin demora, los tres elfos dieron media vuelta, desapareciendo entre los troncos, impulsados por la urgencia y un miedo que no sentían desde hacía mucho. Un miedo que no tenía nombre, pero que se leía en cada paso apresurado.

Algo se acercaba.
Y ese algo… no era humano.

***

Había pasado una semana desde la batalla. Y lentamente, la tensión entre elfos y vampiros en la mansión de los Sano comenzaba a disiparse. Las criaturas de orejas afiladas seguían siendo cautelosas, claro está. Pero no había ocurrido ningún incidente. Nadie había intentado hacerles daño. Al contrario, los trataban como invitados distinguidos. Un trato que, para ellos, rozaba lo irreal.

Era la primera vez que vivían bajo el mismo techo que vampiros —y que estos no intentaban beber su sangre. Pero eso no los tranquilizaba. El instinto seguía alerta, como una daga oculta en la espalda. La duda, esa, nunca los abandonaba.

—Nos reciben bien, pero eso no significa nada. Siguen siendo vampiros.

Así, se mantenían al margen. Permanecían entre ellos, fieles a sus costumbres, a su forma de vida. Pasaban los días en el jardín, lejos de los muros, en comunión con la naturaleza, buscando en el canto del viento y el aroma de las hojas lo que la piedra de la mansión no podía ofrecerles. Hablaban poco. Especialmente con quienes vivían allí. La única con quien intercambiaban palabras —pocas— era Sylldia.

Ella había ganado su confianza. Un poco. Lo suficiente como para conocer sus nombres.

Había tres mujeres: Dirta, Ilfela, Medeh. De entre ciento cincuenta y ocho y doscientos veinte años, encarnaban una belleza casi irreal, austera, silenciosa. Y dos hombres: Glordrel, más anciano y reservado, y Draldor, el más joven, y el único cuyo espíritu parecía abierto a este mundo.

Era Sylldia quien se ocupaba de ellos. Por petición de Aidan.

El joven señor, por su parte, los observaba a veces desde lejos. Nunca se había acercado. Pero los miraba, fascinado. Una parte de él ardía en deseos de hacerles mil preguntas. Sobre su cultura, su magia, su exilio. Pero respetaba su silencio. Su decisión de mantenerse a distancia. No los molestaba. Aún no.

Ese día, estaba sentado en un rincón del jardín, solo, disfrutando de la frescura de la sombra y del canto de las ramas. Sylldia llegó sin decir palabra y se sentó a su lado.

—Sylldia, ¿nuestros amigos tienen todo lo que necesitan? ¿Se sienten bien aquí? —preguntó sin voltear la cabeza.

—Sí... aunque tengo la sensación de que preferirían estar en otro lugar —respondió ella, con ese tono franco que la caracterizaba.

—Lo sé. Gracias por cuidar de ellos. Lo que necesiten, dímelo. O habla con Assdan.

—De acuerdo.

Lo miró un instante. Largo. Una mirada cargada de admiración. Y de algo más. Una culpa muda. Aidan la había protegido. La había acogido, cuidado, tratado como a un miembro más de su familia. Y ella, en retribución, le ocultaba su verdadera naturaleza.

El peso de ese secreto era aplastante.

Inhaló lentamente, atrapada entre la lealtad y el miedo. Luego murmuró:




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