Los cuerpos se apilaban en el suelo, mujeres, hombres y niños, sirviendo de combustible a un horno ardiente, llamas devastadoras, aniquilando todas las huellas de vida a su paso.
Mortka, un pueblo protegido por un clan milenario de brujas, sólo unas horas antes, estaba animado, lleno de vida; pero al presente no quedaba nada de eso. El pueblo sucumbió en un fuego gangrenado, transformándose en un horno caótico. Y la vida daba paso a la muerte, la alegría a la desolación, la prosperidad a la nada.
Las paredes se derrumbaban; las casas caían en ruinas, en polvo; el paisaje tranquilo y agradable desaparecía, dando lugar a una tierra estéril cubierta de sangre, de cadáver, de fuego; y finalmente, una civilización, una población, una cultura entera se extinguía lentamente en las llamas vengativas.
¡Y allí! Una individua, que llevaba una capa negra y roja, avanzaba lentamente en medio del horno rojizo, deleitándose de los gritos de desesperación, de los gritos de dolor y de la vida que se extinguía brutalmente. Con un paso llamativo, caminaba Mortka, con la cara impasible y la mirada que llevaba la muerte.
Los habitantes de la aldea no le habían hecho nada, no la habían ofendido, no, pero en ese lugar había algo que ella necesitaba, un objeto esencial para el cumplimiento de su venganza, una bola de cristal, que contenía energía mágica suficiente para destruir una gran ciudad, incluso todo un reino.
Durante siglos, las brujas de Mortka almacenaban y utilizaban la energía en el cristal para proteger y traer la paz y la prosperidad a la aldea, viviendo en armonía con la naturaleza y los hombres. La vida había sido agradable, pacífica, y esta comunidad estaba libre de las guerras y los tumultos violentos de este mundo caótico. Un remanso de paz, un punto de referencia para aquellos que buscaban un lugar donde vivir tranquilos, sobre todo para brujas oprimidas.
Pero esta paz fue quebrantada, aniquilada por la oscuridad de un alma perdida. De hecho, sumergida por la pérdida de un ser querido y empujada por su sed de venganza, Ema, la hermana de Ima y también uno de los jefes de Versias, había atacado abruptamente el pueblo con un poder inconmensurable, sumergiéndolo en una profunda desesperación, una profunda desolación, matando humanos y brujas, adultos y niños. Y nada podía detenerla, así que seguía adelante, la muerte como mano derecha.
—¡Enciende, mundo indigno! Que las llamas de mi sufrimiento te lleven y que el fuego de mi venganza te consuma y te purifique. ¡Quema, tú que me lo has quitado todo!— murmuró.
Las llamas giraban, se desataban, cada vez más intensas, más siniestras, y el calor saturaba el aire, un calor tan denso que trascendía el límite humano. Y sin embargo allí, un grupo de individuos, las últimas brujas aún vivas, se alzaba en el camino del artesano del caos. La presión era pesada, y el aire envenenado por la magia gangrenada de Ema. Los adversarios apenas podían mantenerse de pie, pero estaban listos para luchar, listos para morir.
Con un simple chasquido de los dedos, la bruja de Versias puso fin a su miserable existencia. Luego, continuaba avanzando, eliminando sin piedad a sus semejantes aún vivas una tras otra.
¡Allí! Una bola de fuego vino a golpearla. El impacto hizo palpitar el aire, y el suelo ardiente temblaba. Pero, a pesar del poder del ataque, Ema no se tambaleaba, no tenía nada, ni siquiera un rasguño. Se oyó una risa de horror. Finalmente, ella estaba allí, el objeto de su lujuria estaba a sólo unos metros de distancia. Pero un último adversario le bloqueaba el camino.
—Silfa, realmente eres la digna descendiente de los Naxel. ¿Pero qué crees que puedes hacer sola contra mí?— exclamó Ema.
Silfa inspiró y expiró con horror. Los Naxel han sido un linaje de temibles brujas, fundadoras y protectoras de Mortka durante generaciones. Era su misión, su deber más sagrado. Habían recogido y acogido a innumerables brujas perdidas y expulsadas, ofreciéndoles un hogar, un santuario de vida, a lo largo de los siglos, incluyendo a Ima y Ema en sus edades más jóvenes.
—Nunca pensé que este pueblo hubiera sido destruido por una de mis hijas.— habló Silfa. El dolor le anudó el estómago y una sensación de fracaso penetró en ella.
—Yo no soy tu hija. Y voy a eliminarte y a apoderarme del cristal de energía.— respondió Ema con una voz áspera.
—Y, sin embargo, hubo un tiempo en que lo fuiste. Pero no pude salvaros a ti y a tu hermana de las tinieblas que había en vosotros. Los devoraron, y yo los perdí por completo. Si supieras lo mucho que me arrepiento de eso, hija mía.— dijo tranquilamente.
A estas palabras, la ira cubrió el espíritu de Ema y, en un grito de rabia, dejaba escapar su energía, liberando así toda su potencia, allí, picos de hielo vinieron a atravesar el cuerpo de Silfa por todas partes. Y ella exhaló el último suspiro, lágrimas en los ojos, lágrimas de dolor y tristeza. No se había defendido, la descendiente de los Naxel sabía que eso habría sido en vano. La magia de Ema era alimentada por la ira, una rabia profunda e inmensa, y su poder había sobrepasado la suya desde hacía décadas.
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Editado: 04.08.2022