Matanza, río de sangre, caos, desolación, agitación; Thenbel se había convertido en el nido de todas las desgracias, de todos los vicios, de todas las plagas, un campo de batalla de criaturas temibles. Los cadáveres acrecentaban cada vez. Al anochecer, cada día, la ciudad era una escena de horror, de masacre, de derramamiento de sangre y de luchas mortales.
Humanos masacrando a otros humanos bajo la coacción de la hipnosis y vampiros sembrando anarquía y muerte; el miedo rodeaba la ciudad. Los gritos de sufrimiento y de terror resonaban por doquier, la desesperación se extendía impacientemente en los corazones de los habitantes. Horribles horrores los oprimían implacablemente.
Las autoridades de la ciudad, simples policías humanos, estaban abrumados por los acontecimientos y se dejaban degollar, destripar con rabia cada vez. La muerte festejaba, arrebatando con alegría las almas de los desafortunados; niños, jóvenes y adultos.
Venganza; eso es un mal atroz que provocaba las peores tormentas. Y eso no le gustaba a la artesana del caos, ya que, no era su obra. Alguien más había emprendido una sangrienta búsqueda del castigo. ¿Pero quién era? ¿De quién querían vengarse? ¿Por qué?
Ema reflexionaba girando en la oscuridad de su guarida. Su ira estaba en su punto álgido. Quería trabajar en la oscuridad, manipulando a sus presas a sabiendas hasta conducirlas a su siniestro final. Ella quería quitarles poco a poco todo lo que ellos poseían, destruir todo lo que ellos habían construido, precipitarlos en la mayor desesperación antes de aniquilarlos.
Sin embargo, estos ataques directos, esta masacre, corrían el riesgo de dañar sus planes. Los defensores de la ciudad, tanto cazadores como vampiros, estaban bajo sus guardias, al acecho de todos los peligros. Más que nunca, estaban en acecho.
Entonces la bruja buscaba respuestas, tratando de determinar el objetivo de los atacantes. Tal vez esto no tenía nada que ver con su venganza, de ella. Tal vez solo eran peleas entre clanes de vampiros en la ciudad.
Pero un sentimiento de malestar la ganó y se acordó. Días antes, había notado movimientos sospechosos, la llegada de algunos vampiros, rescatados del clan de Liaa a Thenbel. Buscaban lo mismo que ella, la venganza, la justicia por la muerte de su emperatriz. Eso significaría que su objetivo era también el mismo. Aidan.
Un gruñido de horror hizo temblar las paredes de los alrededores, la rabia hirviendo en las miradas de Ema.
—Hartmut, este mocoso infeliz.— comprendió con un aire siniestro.
Los secuaces de Liaa eran peones en un plan más maquiavélico. El objetivo no era matar a Aidan, sino enviar un mensaje al príncipe vampiro, una señal de la presencia de la bruja en Thenbel, una advertencia del peligro que le acechaba.
—Lo mataré, ese hijo de puta.— se dijo la bruja de Versias con una mirada oscura.
Iba a empezar con los peones. Sabía exactamente dónde encontrarlos. Le habría gustado enviar el brazo vengador, su arma definitiva, pero después de la masacre del autobús, éste necesitaba descansar y era demasiado pronto para llamar la atención sobre él.
¡Allí! Un pensamiento siniestro le vino a la mente. —Voy a dejar que los demás se encarguen de estas alimañas en mi lugar. Les voy a ofrecer su última victoria.— murmuró Ema con aire vengativo.
Otro pensamiento vicioso surgió en su mente. La sublevación, la carnicería de los secuaces de Liaa en la ciudad no había sido parte de su plan, su llegada era conmovedora, pero entonces vislumbró una oportunidad, otra arma para utilizar contra sus adversarios. Al igual que Hartmut, ella iba a utilizar a los vampiros sedientos de venganza para sembrar la discordia en las filas enemigas.
Y ese pensamiento le arrancó una sonrisa de triunfo, una risa de horror.
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Gritos de agonía, quejas de dolor; los alaridos del individuo asaltaban los contornos hasta kilómetros. El sufrimiento era agudo, insoportable, más sombrío que las profundidades de los océanos. Fue la primera vez que sintió tal horror, tal dolor, una jaqueca infernal.
El humano tenía la impresión de que su cabeza se encontraba en una trituradora de cráneo y se le apretaba despacio, muy despacio, sin que se le rompiera el cráneo. Pero la presión era tan intensa que la muerte habría sido un final feliz. La amarga sensación de la destrucción de los orificios del rostro uno tras otro, avivando en él una pupa tan atroz e insoportable.
Así que él gritaba para sofocar el dolor, aceptando esa carga tan pesada para mantenerse con vida. Tenía esposa, hijos, gente que dependía de él. Por eso aceptaba a soportar la aflicción en lugar de dejarse llevar por el segador, la muerte.
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Editado: 04.08.2022