El cielo había sido oscuro ese día, las tormentas rugiendo alto y fuerte, la tierra temblando de emoción y todos los elementos agitando en todos los sentidos, la naturaleza trastornada.
La trama del universo se había desgarrado, Liamdaard entero se estremecía, acosado por manifestaciones violentas y bruscas de las fuerzas de la naturaleza, tormentas repentinas de lluvia, tornados abruptos de viento, terremotos hasta las profundidades de la tierra e incendios repentinos e inusuales.
También los animales habían sido turbados, se habían vuelto locos, incontrolables, insensatos; y sus gritos se habían extendido por todas partes, formando una cacofonía armoniosa única, hasta llegar a los rincones más oscuros, más profundos del universo.
La gente se había acobardado de estupor, de miedo. ¡El pánico! El mundo había sido sacudido, estaba en crisis.
Sin embargo, no había sido una revolución desagradable de la naturaleza, ni tampoco de rabietas, no, sino de alegres aclamaciones, de celebraciones a la vida, de ovaciones de esperanza en el futuro. Había nacido un ser único; Liamdaard había acogido en su seno un alma venida del otro mundo, un nuevo vampiro de sangre pura, Aidan.
El nacimiento del príncipe vampiro había provocado disturbios en todo el universo, pero también había sido una fuente de alegría, un rayo de esperanza, provocando en los corazones de sus nuevos padres impulsos vivos, intensos e inimaginables.
Ya habían pasado décadas desde aquel día, pero Marceau y Léoda lo recordaban como si fuera ayer. ¿Y cómo olvidar este tsunami físico y emocional, este trastorno existencial? ¿Cómo olvidar la inmensa explosión de sentimientos, unos más vigorosos que otros, que habían sentido al ver el rostro inocente de su hijo, la inmensa alegría de haberse convertido en padres, el amor incondicional y el deseo insaciable de protegerlo perdidamente? ¿Cómo olvidar este instante en el que sus existencias habían transformado?
El mundo no era el mismo para ellos desde entonces, sus vidas habían cambiado y un cúmulo de sentimientos los habitaba, sensaciones nuevas y el deseo de hacer del mundo un lugar mejor, no para ellos, sino para él, para Aidan.
Marceau y Léoda lo habían sentido desde el primer momento, este joven vampiro iba a influir en el curso del destino, el equilibrio del universo. Y esperaban poder apoyarlo, ayudarle a alcanzar su objetivo de paz, acompañarlo en su camino y estaban dispuestos a todo por él, incluso a echar a perder al universo entero. Pero nunca sospecharon que tendrían que luchar contra Aidan, su propio hijo, a pesar de que eso era para protegerlo.
Al presente, sus colosales olas de energía chocaban en el corriente, distorsionando la atmósfera circundante, el suelo temblaba de miedo, y el aire parecía listo para arder. Sus potentes auras se extendían por kilómetros, una baliza para los cazadores y otros enemigos de los vampiros, pero ni Marceau ni Aidan se tambalearon por un instante. El combate parecía inminente.
Lo que rasgaba el corazón de Léoda, le retorcía el alma. —¿Cómo fue que llegamos a esto?— murmuró.
Quizás le habían dado demasiada libertad a su hijo. Quizás si estuvieran más presentes para él, si no estuvieran demasiado ocupados siendo el rey y la reina de los vampiros, le habrían guiado mejor, le habrían evitado todos sus dramas y quizás no habrían tenido que vivir esta situación absurda y dolorosa. Un ligero sentimiento de culpa se apoderó de ella, el instinto maternal.
—Eso ya es suficiente ahora, Aidan. Vas a dejar tus tonterías y venir con nosotros. No me obligues a hacerte daño.— dijo ella con un tono severo.
La atmósfera se hizo más pesada, el aire se enfrió, la ira brillaba en los ojos de la reina de hielo, abrumando su dolor. La ira punitiva de una madre. Sin embargo, Aidan se mantenía firme, decidido a seguir su camino solo, aunque tenga que enfrentarse a sus propios padres.
—No, madre, no vamos a ir con ustedes. Yo sé muy bien que la situación es muy complicada y eso debe ser aun más difícil para ustedes, pero tienen que dejarnos pasar.— insistió Aidan con aplomo.
La determinación de Aidan hizo palpitar el aire, trascendiendo todas las otras emociones que lo atormentaban, la angustia, el dolor punzante, la ira, la tristeza, la indignación... Tampoco le gustaba enfrentarse a sus padres en combate, pero eran un obstáculo en su camino, un obstáculo entre él y Ema, la verdadera enemiga.
—Muy bien, entonces.— gruñó Léoda.
Sin ninguna duda, la lucha era inevitable. Aidan no tenía intención de seguirlos y ellos tampoco querían escucharlo, mucho menos dejarlo ir. Entonces dejarían la última palabra a los vencedores de este duelo familiar.
—Trata de vencernos, Aidan, si te crees capaz.— añadió Marceau con un aire furioso.
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Editado: 04.08.2022