En el pueblo de los Inertes, el cielo invernal siempre se teñía de gris. Pero aquel día, un punto azulado apareció, ajeno a cualquier estación.
Y por un instante, iluminó todo con una intensidad implacable.
Fueron segundos, pero suficiente para deshacer cualquier sombra en Bacorda.
Entonces, comenzó a desplazarse surcando el cielo a gran velocidad hasta fundirse con las nubes. Tras de sí, dejó una estela serpenteante que tardó en desvanecerse.
Abajo, entre las calles despejadas por el incansable trabajo de las rocosas, Libo caminaba con la mirada aún clavada en el cielo. Una punzada en el cuello le recordó que era momento de enderezar la cabeza.
—Mina, veo borroso —dijo, refregando sus párpados—. Pero… estuvo increíble. Ojalá pase de nuevo.
—No me gustó para nada —le dijo ella—. Esa luz… fue demasiado.
Libo apretó los ojos y sacudió la cabeza, tratando de espantar esas palabras.
—No, no. No lo entiendes. Fue uno de esos momentos —dijo, alzando las manos, como si fuera algo obvio—. Hay que apreciarlo. Si no lo haces, es como decirle que no te importa. Y entonces… no vuelve. Nunca más.
—Pues que no vuelva.
—¡Ese tipo de cosas son por las que uno vive! —exclamó, retorciendo sus dedos, al borde del espasmo.
—¿Ya te he dicho que estás loco? Porque estoy segura que si esa cosa baja, fuera lo que fuera, no va a quedar nadie para apreciar nada.
—Debe haber lugares más interesantes a donde ir… Pero si baja y se pone pesada, tú le das una paliza.
Mina soltó un suspiro entre risas.
—Qué bobo eres.
—Tranquila. Si vas perdiendo, entraré con estas dos rocosas que tengo por puños.
—Uy, sí… Solo espero que no sea pariente del conejo salvaje, o volverás a tragarte la nieve.
Libo fingió no oírla. Esa imagen aún le pinchaba por dentro.
Luego alzó la vista. La estela azul ya se había desvanecido, pero el brillo persistía en sus pupilas.
—Y ahora está Surtr —dijo—. Somos prácticamente invencibles.
Ella lo miró. Reconocía esa forma de hablar.
—No le des importancia al consejo —añadió Libo.
—Ya lo sé…
—Ellos no te conocen. De hecho, no conocen a nadie. Hablan como si lo hubieran visto todo, pero ni siquiera han visto esa luz —Y volteó a mirarla—. Por eso hay que apreciar esto.
Ella le dio un pequeño empujón, esbozando una sonrisa ladeada.
—En ese momento se te había puesto la cabeza más grande que Surtr.
Mientras tanto…
Bob por detrás escuchaba sus conversaciones; tampoco le quedaba de otra.
La plaza, a esa hora, solía explotar de vida. Los vecinos desplegaban puestos, acomodaban sus productos e iniciaban el trueque por helas. Algunos borrachos tambaleaban entre los toldos, negociando ejemplares de raulor, ese pez traslúcido que embriagaba con solo olerlo.
Toda esa efervescencia respondía a una razón: Quien más helas aportaba al final de los treinta días, podía canjearlas por productos traídos de la capital. Y así se mantenía el ciclo en movimiento. No se trataba tanto de vender, sino de sumar. Y mientras más sumabas, más tocaba.
Pero, para decepción de Bob, nada de eso ocurría alrededor de la estatua de Monique.
Hoy, el ambiente era distinto.
Había más cañas que nunca, agitándose como estandartes en una guerra. Canticos que hablaban del poder en los inertes. Una celebración que sonaba a sentencia.
Los brazos se alzaban como en una coreografía. Y entonces, en medio de aquel ritual, una voz chillona se elevó.
Estrangulada. Como si alguien estuviera torciéndole el cuello a un conejo.
Los dos jóvenes intercambiaron miradas, chocando en un mismo reflejo.
—Y ese, imagino, es el famoso Surtr —soltó Bob, con un dejo de resignación.
Mina sintió un calor profundo que se activaba en su pecho, extendiéndose como un río ardiente.
—Esa bruja desgraciada —pronunció con rabia.
Bajo sus pies descalzos, la nieve comenzaba a derretirse. Dio un paso más, luego otro, y pronto ya corría.
Libo la siguió sin pensarlo.
El alcalde no se apresuró, consciente de lo que tendría que soportar al llegar.
Se abrieron paso entre la expectación de los vecinos. Algunos intentaron frenar a Libo, buscando a Bob. Pero él no se detuvo. Señaló hacia atrás con un gesto brusco, sin decir palabra.
La multitud giró y corrió en esa dirección, arrastrando exigencias.
Los cánticos no cesaban, elevándose en versos repetidos sobre la pureza de lo inerte y las cadenas que un día los marcaron.
—¡El cielo ha hablado! —gritó Bryngarok, alzando una bolsa llena de anzuelos para repartir entre la multitud.
El coro de opiniones se volvió ensordecedor, dominado por voces que hablaban de una maldición ya establecida. Entonces, una más pausada, se asomó, entre la cacofonía.
El viejo Hector, con su barba blanca larga.
—Lo llamamos engendro porque no lleva nuestro rostro. Lo llamamos invasor, aunque no ha pronunciado una sola amenaza.
Su mirada se posó en Monique, como si la estatua hubiera sido la primera en decirlo.
—Sigue emborrachándote en la taberna, exalcalde. Tu opinión ya no tiene peso —respondió Bringarok sin mirarlo, concentrado en repartir los anzuelos a cambio de un hela.
Y el tumulto continuó… Algo que tal vez, no deseaba tener fin.
Cuando el chico por fin logró abrirse camino, lo primero que vio fue una espalda tan descomunal que hacía parecer diminuta incluso la enorme cabeza de Surtr.
La figura vestía una chaqueta negra que le cubría el cuerpo entero. Su cabeza rapada dejaba ver parches irregulares de cuero cabelludo, como si se hubiera afeitado sin cuidado.
Era Beiran, uno de los cinco Protectores.
Sus brazos, más gruesos que los de Pedro, lo cual ya era mucho decir, estaban estirados hacia arriba. Sostenía el cráneo de Surtr como si intentara destaparlo por la fuerza.
Un quejido agudo escapó de la garganta del gigante, apenas audible entre el murmullo de la gente.