- ¡Mírate, Luargo! ¡Qué malherido! ¿Cómo lo hicieron? –señaló los cadáveres de los hombres, sin ocultar su asombro–, son grandes, vaya que sí, me habían hablado de simples ladrones.
- Ellos no fueron los ladrones, Arthur –sujetó con fuerza la armadura del viejo.
- Vaya enredo, Luargo –dijo, temeroso– sabía sobre dos ladrones escondidos en una cueva al sur, traes dos cuerpos y llegas gravemente herido, ¿qué sucedió? –observó el cadáver de la mujer– y ella, ¿quién era?
Luargo, entonces, soltó al hombre para sujetar la enorme bolsa de la parte baja, regó su contenido en el centro de la sala y, rodando por entre las valiosas joyas, aparecieron dos enormes cabezas de trol, tan grandes como barriles de cerveza. Arthur corrió hacia la puerta para cerrarla de inmediato.
- ¿Troles, en tierras de Petinburgh?
- Sí, Arthur, troles… –se lanzó hacia el viejo y lo sujetó del cuello, empujándolo contra la pared– toda la cueva apestaba a El Caído, el primero atacó por sorpresa, estrellándome contra la pared, fue necesario abandonar mi forma humana para poder enfrentarlo, el segundo apareció al acto, ¿No te preguntas, anciano, por qué mis heridas no han sanado? ¡Los troles y su afición por las armas de plata! ¡Todo parecía una trampa! ¿Me pusiste, acaso, una trampa? ¡Confiésalo!
- ¡Jamás, jamás! –respondió el senil hombre, sumido en el terror–, soy un intermediario, Luargo, no un traidor, la misión fue ordenada por Thorny el Poeta en persona.
- Lo creeré –lo soltó, con cierto recelo, tras unos segundos de reflexión–, en el camino de regreso me topé con estos hombres, descubrí que violaron y asesinaron a esta niña. Te exhorto encontrar a su familia, conoces cada rincón del reino.
- Dalo por hecho –se aproximó a su escritorio y sacó de él una bolsa con monedas de oro–, el valor que se te paga es ridículo si lo comparamos con las joyas que rescataste, sólo a ti se te podría confiar tarea tal –le entregó la bolsa y lo miró con agudeza– mas ahora comprendo que la misión podría haber tenido un propósito mayor… tal vez no importaban las joyas en cuestión, sino esos dos monstruos.
- Fui engañado, Arthur, es lo único que sé.
…
Aunque la indignación le obsequiaba una dosis de valentía, temía que la misma pudiera opacar su lucidez, pues sabía que Thorny el Poeta era un hábil mentiroso y un sagaz manipulador. Frente a la puerta del aposento en donde éste lo esperaba, una mezcolanza de emociones lo sacudió, frenó y fueron precisos algunos segundos antes de tocar la puerta.
- Adelante, valiente Luargo –cada rincón de la cámara estaba invadido por un aroma floral teñido con una sutil fragancia de almizcle y albaricoque; a su vez, la música que provenía del flautín que Thorny tocaba, suavizaba el energúmeno ánimo de Luargo, quien cayó, cual lobo apresado, bajo la dulzura de la melodía; por su mente atravesaron inquietos fragmentos de su memoria: la risa de su madre, la mano amiga de su mentor, el rostro en llanto de la joven. Las lágrimas se deslizaron por su mejilla– ¿Qué causa tu llanto, dulce guerrero? –preguntó Thorny, interrumpiendo su acción; se hallaba sentado en una enorme silla roja, con sus piernas sobre el escritorio, su cabello, lacio y negro, se extendía hasta chocar y esparramarse plácidamente contra el suelo, en su cutis no se delataba el más pequeño vello facial, y ni una cicatriz o marca arruinaban la perfección de su rostro, sus ojos azules, claros y minuciosos, resaltaban aún más en la blancura extrema de su piel y sus rasgos masculinos revelaban una sutil feminidad; a su izquierda, dos trenzas estaban sujetadas por una brillante banda dorada. Thorny se levantó exponiendo así la belleza de su armadura: brillante y pulcra cota de acero, dos brunas y puntiagudas hombreras, guanteletes relucientes, una parda piel de oso sujetada por dos broches dorados, un par de insignias honoríficas sobre el pecho y una tela azul de seda atada a su hombro derecho. Sobre la mesa había una espada de considerable tamaño adornada con piedras preciosas. Su delgado cuerpo comenzó a desplazarse mediante movimientos danzantes, con la volátil delicadeza de una mariposa, hasta llegar a Luargo; observó con entusiasmo y precisión cada pequeño detalle de la imagen frente a sí, el torso y los brazos musculosos donde aún relucían las profundas heridas, los lapidarios ojos color esmeralda, la negra y enmarañada barba, la enorme nariz, las viejas cicatrices. Acercándose a su oído, pronunció, solemne:
No es la tristeza de tus ojos traba para tu honor, ni el dolor muro para tu valor, los dioses de la alegría se ríen de ti mas los de la guerra te aplauden.
Llevas en tus venas la sangre de los lobos, y la facha que te cubre oculta la pureza de tu raza. Te abrazo como a mi igual, me rindo ante ti como tú te rindes ante mí.
- Luargo, de la raza Mordida Bruñida –saludó, posando su mano sobre el pecho– actúa, Thorny, como si nunca me hubiese visto –comentó luego, confundido.