Sin bajarse en ningún momento, Gulf le mostró de lejos su taller y le presentó a sus compañeros mientras bajaban la silla de ruedas. Luego rodearon el pueblo, conduciendo a baja velocidad para que Mew pudiera ver en detalle los jardines de las casas que se alzaban en aquella parte.
Jardines floridos, perfumados, con detalles de fuentes, duendes y ninfas de piedra, y mariposas y colibríes revolteando por cada rincón.
–Me encantan...En mi casa solo hay césped...
Mew suspiraba con cada nuevo jardín, mientras Gulf seguí sonriendo satisfecho.
Y al caer la tarde, Gulf invitó a Mew a su lugar favorito, un árbol centenario, cuyas raíces se dividían entre la tierra elevada a un costado y las aguas del río al otro lado.
Alguien alguna vez había puesto una enorme piedra justo debajo de las ramas que se curvaban como largos brazos, buscando quizás crear un refugio.
Hasta allí llevó Gulf a Mew en sus brazos. Lo depositó con cuidado sobre la piedra plana y se sentó a su lado.
–Este sauce llorón me conoce más que nadie en este mundo...– dijo Gulf casi en un susurro.
Y clavó su mirada en el río caudaloso y luego en el cielo carmesí que se estaba tiñiendo con la luz del crepúsculo.
–Yo también quisiera conocerte...–le confesó Mew de repente.
Y bajo la tarde moribunda y bajo aquel árbol cómplice que los cobijaba, los dos, rozando inconscientes sus piernas, sus hombros y sus manos se contaron cosas...Cosas al azar...Cosas guardadas en sus corazones que hacía mucho tiempo no le contaban a nadie más...