Lignum - amor o desolación

III

Habitante

Doy un suave pestañeo, un segundo, y un tercero. Abro los ojos, tan lento como suelo hacerlo al despertar. Mucha luz, casi quemando mis retinas, pero la soporto cubriendo mis ojos con las manos. Entonces me percato de algo, no son mis manos, son las manos de alguien más, son unas manitas pequeñas, son las manitas de un niño. Y cuando creo enloquecer reconozco esa herida en la palma izquierda, son mis manos, mis viejas manos, les palpo casi escéptico.

¿Yo, el niño normal? No el enfermo. No puedo evitar mirar mis manos una vez más, se me escapa una leve sonrisa, y aprecio mi vestimenta, mi ropa vieja. Es la ropa que lucía de niño, en el orfanato, el pantalón desgastado, los zapatos rotos y la vieja chaqueta azul. Estoy de pie con mis mismas fuerzas y no hay dolor, ni un sólo grado de dolor. Últimamente suele doler mucho estar de pie, sobre todo este mes, por las lluvias.

El piso de este lugar es ligeramente plano, blanco y reluciente, puedo ver mi imagen nítida sobre su superficie. Mis ojos sobresaltan en el blanco cristal con ese tono verde azul de mis pupilas. Me pasmo al ver que mi cabello no tiene su apariencia natural (la enfermedad ha desteñido mi cabello por completo) en el mundo exterior es blanco platino, pero solía ser castaño cuando estaba en el orfanato y así luce en este lugar.

Me regocijo, siento la energía que me rebosa y trasmuta en deseo, quiero saltar, correr; sentirme vivo, recuperar la vida que se me escapa, pero un sinsabor me sacude de ipso facto, una incertidumbre, intento comprender donde estoy, que es este lugar, lo he visitado antes, lo sustraigo de alguna facción de mi mente y al mismo tiempo escapa como si fuese nada. Entonces me detengo a observarlo en un intento de alar mi memoria, todo en este lugar es irreal porque el cielo es un mar inmenso, calamitoso, se sacude con grandes olas como si se desatara una tormenta en su interior, es entonces cuando comprendo que nada en este lugar necesita de lógicas humanas, porque no me asusta nada él, como si ese mar estuviera en el lugar que le corresponde al igual que yo. Miro a todas direcciones, veo la inmensidad que me rodea, totalmente blanca, un horizonte infinito, el vacío irremediable, nada tiene y a la vez posee sentido para mí, pero intento recuperar una imagen, un recuerdo porque este lugar me parece mi verdadero mi hogar antes que mi viejo mundo.

Entonces lo percibo en esa esencia que toca mis fosas y comprendo donde estoy, como si los recuerdos que estuve buscando me hubiesen hallado por sí mismos cuando percibo a la bestia. Váthos, así lo llama él. Un viento cálido me rebosa por completo, suele soplar demasiado en este lugar al igual que en el orfanato. Por un momento tengo la sensación de estar en un cubo blanco y compacto. Llevo mis manos al frente intentando sentir una barrera sólida que bloquee mi paso. Siempre he sido claustrofóbico, en el orfanato solían encerrarnos en una especie de calabozos, pero esto es distinto, no lo digo por la luminosidad que caracteriza a Váthos, es una sensación inversa, el terror que te paraliza al saber lo que tus miedos ni siquiera sospechan que puede esconderse en un cuarto claroscuro. Sé que Sacra Incola está aquí, este es su hogar, debería decir que soy su hogar o tal vez deba decir que Váthos y yo somos lo mismo.

Sacra Incola es mi habitante. No sé desde cuando está aquí ni quien lo puso dentro de mí, Alice y Alan no saben de su existencia, mucho menos Jhors, tal vez, Sacra tenga mucha relación con lo que me sucede o tal vez, es él mismo quien está consumiendo mi vida o quizás, lo que lo está matando, también lo está haciendo conmigo.

Sacra está sujeto a mí, gracias a una cadena cristalina que pende de mi estómago hasta al suyo convirtiéndolo en un esclavo o un prisionero de mi existencia, o tal vez es lo contrario, no estoy seguro de ello. Sus ojos de reptil hoy lucen más livianos, casi ocultos tras sus parpados oscuros, sus amplias alas de murciélago están tan marchitas como su apariencia, tiene los aires de un cachorro tierno allí tirado en el blanco piso, pero que no los engañe su condición.

Lo vi por primera vez hace unos diez años, aquella noche me había quedado dormido pero el ruido de un motor me despierta. Me asomé al pórtico del dormitorio porque cada vez está más cerca. La noche llenaba el lugar del mutismo de los astros y sólo el ronquido del motor se escuchaba a lo lejos, la luz mortecina de la luna definía las formas con ese pincel claroscuro que sólo conoce ella hasta cuando las luces del auto bus respiraron a la distancia y encendieron los faroles que iluminaron el orfanato. Dos veces por semana los Monjes encargados del orfanato partían a la periferia a rescatar huérfanos sobrevivientes. El autobús se retrasó más de lo habitual esta vez, pero aparca como siempre con su estruendo metálico en el claroscuro aparcamiento. Al abrirse la puerta, una niña, de largo cabello, baja las viejas escaleras del autobús que chillan bajo sus pasos, mi respiración se hiela cuando los inusuales ojos cárdenos de ella se clavan a los míos y el que está dormido dentro de mi exhala con su vapor de hielo.




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