La verdadera pregunta, en todo aquello, era el constante “¿por qué hice eso?”.
Nico tenía mil razones para no darle su número a alguien que apenas conocía.
Pero ese era el punto, ¿no la conocía? Habría jurado que sí, aunque ahora… ya no tanto. Puede que fueran las disculpas que sonaban sinceras, o no lo sabía del todo, algo en la manera en que la perspectiva cambió de golpe durante esa conversación en las escaleras del porche.
¿Por qué mierda le dio su número?
Jadeó con fuerza, frustrado como nunca, cubriéndose la cara con ambas manos. Era como cuando un recuerdo vergonzoso se te viene encima sin permiso, esa caída delante de todo el curso o algo igual de humillante. El caso es que ahora había dejado de conducir el carrito de la compra, rojo como un tomate en medio de la sección de verduras. Si se quedaba quieto lo suficiente, estaba seguro de que se perdería entre los pimientos rojos o los mismos tomates. Que él juraba hasta el día de hoy eran verduras, porque se comían en la ensalada, por dios, era algo muy obvio para él.
Su teléfono vibró en el bolsillo y, como un reflejo que había estado practicando durante la última semana, lo sacó en un microsegundo y revisó la bandeja de mensajes. Solo era un correo promocional de alguna página tonta de cámaras que seguía. No debería seguir esperando nada.
Pero lo hacía.
El insomnio no ayudaba. Pasó de ser el tipo que perdía el tiempo de noche jugando o viendo videos, a uno de esos que scrollean en Instagram con la esperanza de que justo arriba de la pantalla aparezca un mensaje de un número desconocido. Nunca terminaba de decidir qué prefería: que dijera algo simple como “hola, ¿cómo estás?”, o algo más sacado de Sé lo que hicieron el verano pasado: “te vi en mi anuario, sabía que te conocía de algún lado, lol. Aparte de machorra por las chicas, ¿en serio te disfrazas de hombre?”
Pensar en eso era el peor escenario. Y, en su cabeza, el más real.
—Ya, dale, baja del espacio —Oasis lo empujó con el hombro, casi se le cae el teléfono en el proceso—. Avanza, que tu papá se enoja cuando llegamos tarde.
Nico parpadeó, volviendo al pasillo del supermercado y asintiendo un par de veces.
—Sí, sí, es que estaba revisando algo—agarró al azar un par de pimentones rojos y los dejo caer sobre las demás cosas del carrito retomando el paso.
El camino a la casa de Niccolò Rizzo no tenía demasiado misterio. No era tan distinto a cuando fue a la de Erika: barrio bonito, de esos donde los arbustos parecían recién podados cada mañana y el pasto nunca conocía el color amarillo. La diferencia estaba en la fachada. Aquí las casas todavía intentaban fingir cierta modestia, en vez de vomitar lujos desde la reja hacia la calle. Ese siempre había sido el estilo de su padre: fingir modestia de puertas hacia afuera. Él lo llamaba “modales básicos”.
Nico no estaba en contra, aunque no siempre lo había visto así. De niño le resultaba increíblemente molesto. Ir a un colegio donde la mensualidad equivalía al sueldo mínimo de tres o cuatro personas significaba convivir con compañeros que alardeaban de su dinero como si fuera un pasatiempo. Y como Nico evitaba el tema, asumían que era un becado. Esa fue otra de las tantas razones por las que lo molestaban. Ahora, ya más grande (y después de horas de conversación con su terapeuta), todo aquello le parecía ridículo, infantil.
Se sacó el teléfono del bolsillo cuando volvió a sonar. Nico frunció el ceño, aunque ni él mismo habría sabido decir si era decepción, fastidio o vaya a saber qué. A ver, no es que le molestaran los mensajes de su papá, pero ya iba camino para allá, no quería contestar un pasivo-agresivo “¿vas llegando o ya no ves nunca a tu viejo?”.
Como si le cancelara todo el tiempo, además. No era tan seguido que pasaba eso. ¿O sí? Okay… solo una o dos veces. A la semana. Lo usual.
El auto se metió por la calle arbolada y Nico le indico al conductor que bajara la velocidad frente a una reja negra con barrotes finos. No era la mansión ostentosa de Erika, pero tampoco pasaba inadvertida. El jardín estaba recién regado, el pasto con ese verde perfecto que parecía de catálogo, una estatua tamaño real del dios Apolo con uno de sus galgos y sosteniendo un arco en una de sus manos, y en la entrada había dos maceteros enormes con bugambilias rosadas trepando hacia arriba como si quisieran adornar la fachada de cemento blanco.
Oasis se bajó primero, cerrando la puerta con un golpe seco. Movió la cabeza de un lado a otro, evaluando la fachada.
—Oye, cada vez que vengo cambian las plantas. ¿Qué onda?
—Ni qué decirte. —Nico bajó por el otro lado del auto con las bolsas en la mano, la vista fija en los arbustos nuevos. En el fondo sabía que era idea de su madrastra, Dominic. Debía ser aburrido ser ama de casa con tanto dinero y tanto tiempo libre. No sabes en qué gastarlo y, voilà: arbustos distintos cada pocos meses, cortinas nuevas cada semana.
—Igual se nota que aquí no pasa hambre nadie —murmuró Oasis, remando sola para sacarlo de la incomodidad que siempre le nacía al explicar las ocurrencias de Dominic. Era un terreno demasiado repetido; cada vez que buscaba razones lógicas para justificar algo que no tenía lógica, los dolores de cabeza empezaban a subirle como espuma. Dejándolo con esa cara de haber mordido un limón.
Nico resopló, buscando las llaves en el bolsillo. El peso familiar de la casa se le vino encima apenas puso un pie en la entrada. La fachada podía fingir toda la modestia del mundo, pero él seguía oliendo los silencios incómodos cuando algo no gustaba, el silencio denso de fingir que nada había pasado. Todavía podía sentir, casi con demasiada claridad, los fragmentos rotos de su niñez escondidos bajo una gruesa alfombra de “empezar de nuevo”.
Dos pasos sobre el mármol y algo se le estampó contra las piernas, obligándolo a dar un traspié para no caer de bruces.