Sathor — Portal de Ghina en Libben
Era la primera vez que Sathor salía de Ghina, su piel se estremeció ante una suave brisa. La temperatura del lugar era menor a la que estaba acostumbrado. Traía puesto solo unos pantalones y sus aparejos de combate, los cuales llevaba siempre que se alejaba de su residencia habitual, al norte de las aguas de la inmortalidad.
Aunque no estaba del todo en la superficie, la luz poseía mayor intensidad y tenía un suave movimiento. Más tarde, al mirar detenidamente, notó que aquel vaivén de luces y sombras, era causado por los árboles que cubrían los orificios de acceso del aire por sobre su cabeza.
Se encontraba en una gran cueva, donde estaba emplazado el portal entre Ghina y el Mundo Superior. Este se hallaba en una especie de plataforma de piedra del mismo color rojizo que el resto de la caverna.
Enfrente de sí se ubicaba un puente rocoso que conducía a un túnel (seguramente la salida del lugar). A su derecha había una escalera descendente, también tallada en la roca, que llevaba a dos cabañas; de ahí se oía el quejido de una mujer.
Caminó hacia allí junto a otros damoni que asistían al acontecimiento. Eran muy pocas las situaciones en las que ellos tenían permitido subir y no todos podían hacerlo, solo unos pocos escogidos.
Delante de él caminaba Llilh, su cabello era castaño y largo, lo llevaba recogido en una larga trenza que tocaba sus voluptuosas caderas. Los damoni eran seres de gran belleza, pero en este caso, ella la exhibía más aún. Era la Guardiana del portal de Cariad, la más sabia de entre todos, y la primera en buscar la redención.
Descendieron en un silencio casi ceremonial, en el cual lo único que se oía eran los ahogados gemidos de la mujer desde la cabaña. Los sonidos provenían de la primera casa, donde todos quedaron fuera, excepto Llilh, que irrumpió en el lugar sin tocar. Al abrir la puerta los gritos se intensificaron por un momento, oyéndose pasos, subir y bajar, y la puerta volvió a abrirse.
Salió un hombre de su misma raza, tan alto como él. Era Karonte, el guardián de Libben, el portal en el que se encontraban. Su piel era blanca, y sus cabellos negros azabaches caían abundantes hasta la mitad de sus brazos. Su rostro denotaba alegría y preocupación al mismo tiempo.
Comenzaron a saludarse de forma silenciosa, con sonrisas y abrazos, y se sentaron a esperar al borde de la casa, que estaba construida sobre una base de madera rectangular de un palmo de alto, aproximadamente.
— La niña viene bien — murmuró al grupo. — Solo que con lentitud — volvió a sonreír de manera nerviosa, sus ojos azul oscuro fulguraban mágicamente por la alegría que lo embargaba. En sus pupilas contraídas, casi no se notaba la diferencia con los ojos de un humano.
Karonte estaba pronto a ser padre, algo que no vivían naturalmente los damoni, ya que ellos no tenían hijos entre sí, solamente podían tenerlos con seres de otras razas. Se decía que era un sentimiento mucho mayor al que uno tenía cuando creaba criaturas hablantes, pero él no lo sabía.
De los que se hallaban en el lugar, Karonte era el segundo en tener hijos, el primero había sido Abidón, quien se encontraba a su lado; se parecía tanto al regente del portal que se podría pensar que eran hermanos, pero únicamente en apariencia, porque su personalidad era muy diferente.
Abidón era guardián en Agyry, cuyo sello se encontraba en la isla de Itzoz.
— ¿Cómo sigue todo en el norte? — Le preguntó rompiendo la tensión circundante.
— Ahora… hay cierta calma — declaró el hombre con un gesto de desagrado. — Dionisio se siente confiado desde que la profecía dejó de pronunciarse por su despótico mandato.
— ¿Han dejado de salir de cacería esos desgraciados? — El que habló esta vez era Murcio, el guardián de Godo, refiriéndose a los vampiros que dominaban el territorio del norte.
— Es que han dejado devastada la isla… — Explicó. — Zephora y yo ampliamos la protección del portal lo más que pudimos y muchos han venido a refugiarse con nosotros, pero los demás han sido muertos o han huido… — Su voz denotaba desazón.
— Las señales son cada vez más presentes, pero los elegidos se hacen esperar — acotó Tron, guardián de Ga’Til. — Ojalá no tarden demasiado, las legiones del dios único también están haciendo estragos en el sur.
El dios único:, un ser inventado por un maligno druida que había renegado de la magia e intentaba por todos los medios borrarla de la existencia, esto incluía destruir a los pueblos que no fueran humanos.
La conversación sobre la caótica situación del mundo se prolongó largo rato, distrayendo por momentos a Karonte, que no cabía en sí de las ansias.
Comenzaba a oscurecer cuando el sitio se llenó de silencio. Las antorchas en derredor se encendieron por sí mismas; aunque la luz de la luna llena de cualquier forma hubiera iluminado el lugar, ya que se la veía plena en el cielo del atardecer.
El tiempo parecía interminable, a tal punto que Karonte se puso de pie para ingresar al recinto a ver qué pasaba. Pero en ese mismo instante, la puerta se abrió y Llilh salió con la niña en brazos.
El padre la tomó, observándola absorto. Su rostro mostraba un amor infinito, besó su mejilla pequeña, a lo que la bebé se quejó con un pequeño mohín, enterneciendo a todos los observadores.
— ¿Ilbana se encuentra bien? — Preguntó con voz grave a la mujer.
— Sí, ahora descansa, pero puedes pasar a verla. — él, devolviéndole a la niña, entró sin dudar.
Eran cinco los hombres que quedaron allí disputándose para tocarla: “es muy bonita” decían, “pero qué pequeña es”…
Editado: 02.04.2023