Linaje Roto

Capítulo 25. (EDITADO)

Año 3020. Actualidad. Mundo Humano. Madrid, España. 

 

Elena se sentía perdida.

Su mente, era un completo caos. 
¿Por qué?

¿Por qué esos horribles sueños la atormentaban sin piedad?

¿Por qué todo se sentía tan jodidamente real?

Cada una de las sensaciones, de los tactos, de los sonidos o de los olores los sentía tan nítidos como si fuesen parte de una biblioteca de recuerdos suyos.

El problema era que ella nunca había vivido o recordado vivir alguna de esas extrañas experiencias.

Ya llevaba una semana allí, tirada en aquella cama, en medio de ese piso con la mayoría de muebles recubiertos de telas y polvo.

Pero aún, no había decidido que hacer, pues solamente había sido atormentada por visiones, unas causadas por su propia conciencia y otras por culpa de ese extraño vestido de color púrpura, cuyo rostro no podía visualizar con claridad.

Allí no había sol, no había amaneceres o atardeceres tan brillantes como los de la Zahara, y ella, había permanecido en una oscuridad constante, pues de alguna manera, la luz le molestaba.

Cuando, subió la persiana dejando ver la luz de una cálida tarde, y se miró al espejo pudo verlo de primera mano.

Había algo diferente, se sentía tan extraño como si hubiese despertado de un sueño.

Su cabello se estaba volviendo plateado y junto al cambio de este, se sentía, libre, empoderada, fuerte.

 

Año 3020. Algún lugar del inframundo, en Promisedland. El lado más oscuro de esta tierra.


-Mi señor, no puede seguir así.-

Caín sudaba, sentado de piernas cruzadas en medio de la sala.

A su lado, el vampiro vestido de mayordomo, el mismo que había ido a advertirle a Elena sobre la presencia de su señor, de encontraba muy preocupado, viendo como su salud se estaba deteriorando poco a poco.

-No puede seguir forzando las cosas de esta manera.- Siguió diciendo mientras acercaba un pañuelo para secarle el sudor que recorría su rostro.

Caín soltó un gruñido de rabia, esta vez lo conseguiría.

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Sus malditos hermanos debían enterarse de una vez de que de que él no estaba loco.

Ellos tenían que dejar de lado de una vez ese ridículo tabú de no mencionarla, ni recordarla, y darse cuenta de que había una posibilidad de cambiarlo todo.

Los siete, esos que en su momento de gloria recibieron el título de los "Siete Pecados Capitales", los demonios más fuertes del Infierno, esos que aceptaron el respeto y el poder que les proporcionaba su diosa, ahora, se negaban a tenerla en sus memorias, a mencionar o a escuchar su nombre.

No querían recordar aquel momento en el que la perdieron, dónde todo su hogar, su gente, aquel poderoso ejército quedaron sellados.

Quizá porque era un recuerdo muy doloroso, o quizá por el sentimiento de vergüenza que a los siete les causaba no haber podido hacer nada para evitar ese sacrificio.

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La última vez, cuando Caín la encontró de nuevo, estuvo a punto de ayudarla a completar su transformación para que pudiese regresar de nuevo y recuperar todo aquello que milenios atrás les habían arrebatado agraviándolos enormemente.

Todo se fastidió por culpa de un sentimiento, el amor.

Y al final, él fue el idiota humillado por todos sus hermanos, quiénes lo tacharon de mentiroso.

Incluso su conciencia le dijo repetidas veces lo inútil que era, "pues en vez de hacerla suya, se la había entregado en mano a otro hombre, de nuevo".

Ahora, esos idiotas, le creerían a la fuerza.

Pues pensaba intentarlo de nuevo antes de que ninguno de esos problemas del marcado destino pudiera irrumpir con sus planes.

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-Señor, los siete Lores te creen porque también pueden sentir su presencia, pero...-

La afirmación de aquel ridículo vampiro, lo dejó satisfecho.

Ya era hora de que esos ineptos comenzaran a creerle, no por ser el menor era el más idiota.

Pero la continuación de la frase lo dejó helado.

-...Los Arcángeles también la han sentido mi señor.-

Y "Plaf", toda esa fantasía que habia construído se cayó de golpe.

Si lograba despertar el Alma de su señora, el sello se rompería por lo que la entrada a los Nueve Cielos se abriría de nuevo y todos aquellos que allí dormitaban, despertarían, todo aquel ejército del Inframundo regresaría a la vida.

El poder del Infierno había crecido cada vez más, al igual que Promisedland, que abarcaba a todos aquellos descendientes que por órdenes de la Diosa de la Guerra, su diosa, tendrían que unirse a la guerra si así ella lo solicitaba porque todos vivían en su territorio.

El conflicto bélico había quedado a medias por el gran sacrificio de su señora pero ahora sin duda, lo ganarían exterminando a las deidades que se creían demasiado y a ese maldito Príncipe Heredero de un solo golpe.

Él y sus hermanos se habían estado preparando para la guerra desde que supieron que ella podría regresar.

El confiaba en la su vuelta siempre que los ángeles no metieran sus narices en sus planes.

Y ahora, no solo se habían enterado los ángeles, sino que los Arcángeles, estaban expectantes a sus movimientos, buscando a la reencarnación de la Diosa de la Guerra para acabar con ella.

-Esos cabrones alados...- Volvió a maldecir.

Esos cabrones alados, eran los sirvientes del Príncipe Heredero, que de alguna manera, se habían convertido en los guardianes de la entrada a los Nueve Cielos, al lugar donde todos ellos, deidades, demonios y otras razas, se habían encontrado frente a frente para luchar siglos atrás y ahora, solamente dormitaban, ajenos al desarrollo del resto del mundo y al paso de los años.

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Caín se levantó, y se paró enfrente de aquel espejo viejo y enorme, cuyo cristal era totalmente púrpura.

Derramando encima de él la copa de sangre fresca que le había traído el vampiro mayordomo segundos atrás, la imagen se volvió nítida, reflejando a su Elena, tan hermosa como siempre, observando la luces cálidas del atardecer, esas que él tanto odiaba, pero que a ella le sentaban estupendamente.




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