La era de los dioses. Año desconocido. Mundo humano, sangriento campo de batalla en alguna parte de La Tierra.
La Diosa de la Guerra sonrió.
El conflicto que se desarrollaba ante sus ojos la llenaba de regocijo.
Esos idiotas humanos realmente eran capaces de matarse por cualquier insignificante asunto y ella estaba dispuesta a apoyar sus luchas.
¿Qué tipo de criaturas había creado?
Volvió a reírse con sorna.
Aquellos líderes que se hacían llamar reyes eran unos cobardes que solo sabían manipular a sus fieles para que se lanzaran de cabeza hacia la sangrienta batalla a morir por unos ideales falsos.
La Diosa siguió observando.
Los cobardes gobernantes y nobles se escondían en las filas traseras mientras los simples soldados formaban un escudo de carne humana que sería cercenada por el bando contrario en cuanto comenzara el conflicto.
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La Diosa chasqueó los dedos y un gran rayo cayó del cielo a la vez que comenzaba la masacre.
Uno de los generales había dado la orden de lanzarse hacia el enemigo y los notorios gritos de guerra se alzaron a la vez que los soldados avanzaban hacia delante valientemente.
Ella se sintió tan sorprendida como la primera vez que lo vio.
¿Tan poco preciada era la vida que les había otorgado?
¿Por qué aquellos imbéciles eran capaces de sacrificarse por los deseos de otra persona?
¿Dónde se había equivocado?
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Caos.
La escena que se desarrollaba ante sus ojos se podía definir con esa palabra.
Los humanos se mataban a ciegas.
Un riachuelo de líquido carmesí se filtraba entre las grietas de la tierra seca y árida, regándola con abundancia.
Los gritos de dolor resonaban en sus oídos al igual que el sonido de la carne macerada y atravesada por las afiladas armas que habían fabricado ellos mismos.
Y entre aquel campo de dolor La Diosa se encontró con uno de sus subordinados al que saludo como si lo hubiese esperado durante mucho tiempo, pues sabía que este llegaba tarde.
Mientras La Muerte se inclinaba haciendo una reverencia cargada de respeto y se disponía a segar las almas de todos esos pecadores bajo las órdenes de la líder del Infierno.
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En ese momento, alguien la invocó.
El sujeto se había arrancado uno de los ojos mientras asesinaba a su mejor amigo por la espalda traicionando su confianza.
No quería morir y ahora se encontraba bastante malherido.
Él tenía una familia, iba a ser padre y su mujer embarazada esperaba por su regreso triunfante.
Su orgullo como el mejor soldado de su pelotón se había desmoronado cuando enfrentó de cara directamente a la muerte y sus compañeros se negaron a escudarle.
Solo su amigo acudió en su ayuda y él lo había matado.
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"¡Sucio traidor!", pensó.
La Diosa de la Guerra no pudo evitar poner una mala cara mientras recordaba su triste pasado.
Si había algo que ninguna de sus personalidades soportaba era ese sentimiento desgarrador que producía la pérdida total de la confianza en alguien fundamental para uno mismo.
Incluso, su parte de la creación enfureció revolviéndose en su interior con fuerza mientras trataba de salir a la luz y uno de sus ojos comenzaba a tornarse esmeralda.
Pero no llegó a completar la transformación.
En su cuerpo el lado de la Destrucción ya había tomado el control y la parte de la Creación se encontraba suprimida por su opuesto.
Su personalidad benévola trataría de solucionarlo mediante patéticas enseñanzas de moral, perdonaría y luego olvidaría.
Y por eso, su parte destructiva la suprimía.
Una cosa era ser buena y otra muy diferente era ser tonta.
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Para La Diosa de la Guerra la justicia, la valentía y la lealtad eran valores sumamente importantes y aunque aquel sujeto tuviese razones sentimentales para haber cometido tal pecado, no fue capaz de cumplir ninguno de esos principios.
No se merecía algo tan simple como un sencillo discurso moral que probablemente desecharía de su memoria pasado un tiempo.
Él debía sufrir.
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Alguien se acercó a él, era una sombra femenina alargada que transmitía una fuerte presencia.
Ya no se oía nada, ni los gritos de dolor, ni el sonido de la carne cortada, ni el choque de las espadas o los pesados cuerpos cayendo sin vida al suelo.
Y cuando el hombre miró hacia arriba, la vio.
Él no pudo evitar pensar que aquello era una fuerte alucinación, o quizá ya estaba muerto y tenía delante a la bella Guardiana del Purgatorio.
La mujer que tenía enfrente llevaba una túnica oscura junto a una enorme capa de pelaje de zorro ártico blanca empapada de líquido carmesí que había ido arrastrando por todo el campo de batalla mientras caminaba hacia él.
Sus ropajes eran lo más lujoso que había visto en toda su vida pero algo en ella no le terminaba de convencer.
Quizá era su plateado cabello antinatural o aquellos ojos llenos de malicia pero en cualquier caso su amenazante aura hizo que no pudiera seguir mirándola.
-¿Q...quién demonios eres?- Dijo la temblorosa voz del hombre.
-¡Qué maleducado eres! ¡Has sido tú quien me ha llamado!-
Él enfocó su mirada hacia el rostro cubierto de la desconocida y un escalofrío recorrió su espalda cuando supo que ella estaba mofándose de su situación.
Aquella temible deidad a la que todos recomendaban sus almas antes de batallar en ese sangriento lugar era una mujer delicada cuyo rostro estaba cubierto por una máscara monstruosa.
Pero aquel no era el momento de pensar en la apariencia del Señor de la Guerra, si quería sobrevivir no le quedaba más remedio que amedrentarse y mostrarle el debido respeto a la mujer que tenía enfrente.
Tras ver cómo aquel soldado cobarde había cambiado esa arrogante actitud, la expresión de La Diosa se suavizó mientras sonreía con más malicia aún.
Con la elegancia que la caracterizaba, ella se apoyó sobre una enorme roca cubierta de sangre proveniente de todos aquellos cadáveres que habían sido golpeados contra la piedra y los apartó de un violento latigazo.