Jadeaba, sus piernas no dejaban de temblar, ninguna parte de su anatomía se salvaba del dolor. Su cuerpo se veía completamente rojo, pero no era sólo aquel vestido denso y brillante que por tanto tiempo había anhelado, su piel también estaba roja. Era sangre. Por eso corría.
Había matado a aquel hombre que rondaba los cincuenta años, aquel hombre que la había comprado a su tío hace cinco meses. Había matado a aquel hombre que la violaba cada noche, aquel hombre que la embarazó y que cuando lo descubrió la apuñalo hasta asesinar a ese pequeño ser de luz que ella ya tanto amaba.
Esa tarde, con un río de sangre que brotaba de su vientre y corría por sus piernas, le prometió a su hijo venganza, no sólo por él, sino también por ella. No se merecía esa realidad. Ella sólo quería amar y ser amada, formar una familia, ser feliz cumpliendo sus sueños. Y si la atrapaban esos sueños se desmoronarían.
Por eso corrió sin parar, en la inmensidad de la noche en el bosque, nunca paró.
Era ya de día cuando vislumbró un claro y se acercó lentamente corroborando estar sola y se sumergió, dejando ver nuevamente su pálida piel y cabello blanco como la nieve.
Una vez limpia siguió con su camino, hasta que llegó a un pequeño pueblo. Comenzaba a avanzar hacia una pastelería, su estómago rugía, cuando por el rabillo del ojo vio a su tío, comenzó a dar marcha atrás pero chocó con un hombre y solo pudo decir cuatro palabras.
—Por favor ayúdeme, escóndame.