Caleb y Kara eran ángeles. Ellos pasaban sus tardes caminando por diferentes ciudades a lo largo de todo el mundo, esperando que les indicaran ayudar a alguien. Nadie los veía, a excepción de los niños más pequeños y animales. Y fue un niño quién emitió un grito terrorífico y cargado de sufrimiento. Ellos sabían que no podían hacer nada, no habían recibido ninguna orden. La piedra que llevaban incrustada en su mano izquierda no había sido iluminada. Esa era la señal para actuar. Pero ese niño no dejaba de gritar. No dejaba de sufrir.
Kara había dejado de caminar, estaba estática observando la piedra, esperando que se iluminé, pero no lo soportó. Soltó la mano de su pareja y corrió. Corrió hasta elevar vuelo. Necesitaba llegar a ese niño. Necesitaba salvarlo. Necesitaba darle paz y esperanza.
Llegó a un callejón oscuro, completamente vacío. Justo al final había un niño con sus ropas rasgadas en un rincón, a su al rededor dos hombres. Uno lo tomó, inmovilizándolo y el otro terminó de desvestirlo. Era claro lo que querían hacer. Kara no lo podía permitir. No lo iba a permitir. Ella jamás dejaría que la vida alguien terminara igual que la suya, aunque se convirtiera en ángel.
—Kara, no.
—¡A la mierda, Caleb! ¿Cómo no vamos a poder hacer nada?
—No podemos, la piedra... —ella lo interrumpió.
—Esto lo va a destruir física y emocionalmente —Kara comenzó a avanzar.
—¡Kara! ¡No lo hagas! ¡Por favor, debemos irnos! —Exclamó asustado él.
—Esto no está bien Caleb, ambos lo sabemos —lo observó suplicante—. Por favor, necesito hacerlo.
—Sabes las consecuencias —él no quería que lo haga, pero sabía cómo era ella, por algo la amaba.
—No me importan, esto lo vale. Él lo vale. No se lo merece —lo dudó unos segundos, pero su mirada suplicante logró convencerlo.
—Entonces hazlo, pero ya.
Kara avanzó lentamente, hasta posarse detrás de aquellas escorias. Por su mente pasó la imagen de ella asesinándolos, pero jamás podría hacer algo así, no sólo no lo tenía permitido, sino que eso destruiría su alma. Entonces se limitó a imitar los sonidos de unas sirenas de policía a lo lejos. Ambos hombres se observaron a los ojos, temerosos, llenos de pánico, para luego soltar al niño y correr.
La pequeña alma inocente se acurrucó en la esquina del callejón llorando, con las rodillas en su pecho, abrazándose. Tenía miedo, hambre y frío. Kara se agachó a su lado y posó una mano sobre su corazón, brindándole calor para que deje de temblar y paz para que ya no llore.
—¿Cómo te llamas? —El niño creyó que era todo producto de su imaginación, pero cuando se animó a elevar la mirada, la vio.
—No me hagas daño, por favor —suplicó el pequeño.
—Tranquilo, ya pasó. No te volverán a lastimar —la joven ángel acercó lentamente, para no asustarlo, su mano a la mejilla de él—. ¿Cómo te llamas?
—Thomas.
—Que hermoso nombre —le sonrió—. Escúchame, Thomas, te sentirás mareado y caerás en una oscuridad, pero cuando despiertes, ya estarás en casa.
Thomas no llegó a responder cuando Kara lo durmió, colocando una mano sobre sus ojos. Caleb se apresuró, tomándolo en brazos, y echando a volar con ella a su lado. Dejaron al niño justo frente a su hogar, del cual había desaparecido hace una semana. Tocaron la puerta y se quedaron observando como unos padres desesperados arropaban a su pequeño y lloraban de alegría. La calma y esperanza volvía a los corazones de esa pequeña familia.
De vuelta en el cielo, Caleb y Kara fueron hacia sus habitaciones, a pesar de ser ángeles necesitaban dormir. Se despidieron frente al cuarto de ella con un tierno beso en los labios. Pero en cuanto Kara apoyó la cabeza sobre la almohada, dos ángeles la tomaron de sus brazos y un tercero colocó un paño blanco con una sustancia extraña en su nariz durmiéndola.
Al despertar estaba rodeada de los ángeles más importantes y las deidades más poderosas. Caleb se lo dijo. Habría consecuencias, y ya las estaba viviendo. Estaban en un cuarto completamente negro y brillante, donde abundaba el olor a sangre. A su derecha pudo observar cientos de alas, exactamente iguales a las suyas, y supo que es lo que pasaría con ella. No se arrepentía, jamás lo haría. Sólo sentía dolor, pena y angustia por Caleb, quien, al día siguiente, cuando fuera a llevarle el desayuno como cada mañana, se encontraría con una cama vacía, una cama en plena soledad, una cama fría. Pero le reconfortaba saber que Thomas estaba a salvo, y que no era la única en romper las reglas, no era la única en condenarse sólo para salvar a los demás, al fin y al cabo, para eso se había convertido en ángel.