Fue por una irritable voz y una respiración inquietante encima mío, que me desperté de ese ¿agobiante? sueño. Aunque el término correcto podría ser terrorífico. Recordé las llamas, la obscuridad tras de mí. Sus zapatos repletos de barro. Sus labios, torcidos, mostrándome una mueca de pavor. Sus ojos. Esos ojos azules que, aunque al principio, en las primeras apariciones de esta visión, lograban tranquilizarme, ahora solo lograban causar más espanto en mí. Lo peor de todo ello era tal vez el que se estuviera repitiendo sin cesar por una semana. Aun así, debo decir que, en ese instante, el único miedo que sentía era respecto a la señorita Mc'goudliss.
La señorita, que en realidad llevaba sesenta años —que supiéramos— pisando esta tierra, era muy querida aquí. Eso no significaba que no le pudiéramos temer. Su amor estricto y detalles medidos, hacían de ella una tierna abuelita que cuidar, y, a la vez, de la que cuidarse. Ahora estaba ahí, frente a mí, con mirada punzante y boca entreabierta, sentada sobre mis piernas y su cuchara de palo en mano. Supuse que era tarde y lamenté en silencio que nada más despertar, ya había ganado un castigo. Y vaya que no había concluido el día. Los chicos empezaron a congregarse frente a la puerta de la habitación, pero la señorita parecía no darse cuenta, como si estuviera demasiado abstraída con el castigo que podría darme.
—Diane Bullet —articuló, no con su común tono autoritario, sino con pena y comprensión. Con completa empatía. Pronto sus ojos también se vieron así, y sus cejas cayeron formando una especie de i corrida cuyo punto de lenición era el curioso lunar en medio de su frente. Su befo tembló un poco, como nunca se le había visto—. Señorita, ha llegado la carta de la Academia.
Eso marcaba dos opciones. La primera sería que mis padres volverían pronto de la guerra, y con la extrema fortuna que habrían ganado, compraron un pase para uno de los pocos cupos para clases especiales. La otra, por el contrario, sería que, ambos fallecidos y yo ahora completamente huérfana, no tenía más opción que entregarme al estado Moiriano por completo y permanecer a su cuidado el resto de mi adolescencia y juventud. Tal vez incluso adultez, si les sirvo de algo. Estaría obligada a sacrificar incluso más que aquellos que van pagando su entrada, no solo iría en juego mi dignidad y honor, sino el pan de cada día. Pues es esta Academia precisamente la más alabada y prestigiosa que podría haber, a la par de la más difícil en la que entrar y mantenerse. Un curso sin pasar significa expulsión y vilipendio de por vida. Mantenerse en ella hasta el final significa fortuna y riquezas. Para una pequeña de catorce años huérfana, no había muchas opciones. Recibir la invitación simboliza tus pocas probabilidades de sobrevivir de otra forma. Prácticamente “No tienes más ayuda y apoyo que el dado por el estado. Si eres justo merecedor, te quedas y obtienes una oportunidad, sino, encuentra en la basura algo que comer.” En esa escuela seríamos probados día a día para mostrar nuestra valía, de otra forma pasaríamos a ser desechados.
Intenté descifrar en el rostro de la señorita Mc'goudliss si, de alguna manera, podía hallar un rastro de felicidad. Rezaba porque, lo que mi mente formulaba, fuera falso; que mis padres estuvieran bien y estarían de regreso muy pronto. Pero no era así, mis padres no volverían jamás, la señorita me lo confirmó segundos más tarde.
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Para cuando detuve mi llanto un rugido salió desde mi estómago. En ese momento no me apetecía comer ni un bocado de shnisherz, aun así, sonaba tan fuerte que era incapaz de ignorarlo. Me levanté lentamente, evitando hacer algún ruido. Todos habían dejado ya la habitación y me habían permitido mantenerme sola todo ese tiempo. Me alejé mirando hacia atrás sin parar, sabiendo que en un par de semanas, o tal vez solo días, debería dejar todo esto. Mi habitación compartida con el quinteto de niñas malcriadas. El pequeño baño al lado nuestro, en los que me encerraba a rezar por mis padres cada mañana. El pasillo de las manotadas, en donde éramos castigados al comportarnos mal (por lo menos una vez al día). El gran salón, que en realidad era una pequeña sala para recibir a los niños y, tal vez, a los padres que volvían de la guerra en busca de sus pequeños. Eso rara vez pasaba.
El Santuario de Miss Cloutinne era un famoso lugar por su agradable servicio; cuidaba cuantos niños pudiera sin rechistar y a un módico precio. Era famoso por su mano dura y estrictos deberes. Que por cada niño ahí, un hombre iría formándose. Tras la guerra, no sólo fue una guardería, pasó a ser un internado. Los niños eran criados hasta que sus padres estuvieran de regreso, o la carta fuera encontrada. Después de estos dos años en el lugar, trece niños habían sido pedidos y sólo dos habían vuelto con sus padres. Diez de los que recibieron la carta, nada más la habían encontrado un mes atrás. Y las cosas estaban por empeorar.