Capítulo 2

Lo contemplo, como cada tarde, extasiada y dolida. Abre los ojos y puedo ver, en medio de su triste mirada, un destello de luz que hace meses no percibo. Sonríe al verme, aprieta mis manos y dice en tono apagado:
-Yo sé que no te has movido de aquí y te agradezco el amor que me has dado, no solo en estos meses sino en los quince años de relación, pero quiero que no sufras ante lo inevitable.

Realizo un movimiento desesperado cuando escucho sus palabras, él muestra un gesto de dolor ante mi expresión y se incorpora, quedando prácticamente sentado. Quiere aparentar serenidad y
firmeza, empleando la poca fuerza que posee en esa conversación, pero falla. Su voz, cada vez es más débil, aun así, prosigue:
-Lo inevitable, Ana y quiero que te mantengas fuerte y tengas la certeza de que eres una esposa maravillosa, pero debes continuar tu vida. Necesito saber que te vas a cuidar, por favor.

Siento un dolor tan fuerte que me impide contestar, pues no puedo prometerle lo que no estoy segura de cumplir. ¿Cómo podría vivir sin esa presencia que lo llena todo? ¿Cómo me levanto cada mañana para sentir su ausencia en los rincones de mi hogar? Entonces, de forma insistente, me pide perdón, sin atreverse a mirarme a los ojos. No entiendo aquel gesto desesperado porque, a su lado, he vivido, con intensidad, cada momento. Me he sentido valorada y amada cada día y le digo, totalmente desgarrada:
- ¿Perdonarte? ¿Qué dices? A ti te amaré siempre.

Después de aquellas palabras se envuelve en un letargo que solo es interrumpido por los gemidos de dolor que, a ratos, se hacen más frecuentes, más desesperantes y más difíciles de escuchar. Horas más tarde se despide de este mundo y me deja la triste realidad de los seres terrenales, condenados al dolor y a la oscuridad, aún en vida.