Lo que aprendí de ti

Infancia

Cuando estás encerrada en la sala de esperas de un hospital, la vida parece detenerse por completo, el mundo parece dejar de girar y el tiempo no pasa. Pierdes la noción del día, de la hora, de la fecha; todo parece ralentizado, como si fuera en cámara lenta.

Me acerco a una de las ventanas del edificio y observo a la gente caminar despreocupada, como si no tuvieran problemas, como si todo fuera sencillo. Los autos hacen sonar las bocinas, las madres caminan con sus hijos que salen de las escuelas cercanas, los jóvenes van de la mano en pareja o sumergidos en la música que oyen; un grupo de adolescentes con skateboards pasan por la esquina. Mientras, aquí hay una joven madre que reza por su pequeño hijo que acaba de ser atropellado, una joven mujer que espera los resultados de la cirugía de corazón que le están haciendo a su madre, un padre preocupado por su hijo adolescente que fue atacado por una pandilla y tiene heridas de arma blanca, y Taís y yo, que esperamos noticias de Rafael. El mundo, la vida, como siempre, les sonríe a unos mientras atormenta a otros.

Los pensamientos negativos vuelven visitar mi mente, los demonios que creí aplacados empiezan a despertar uno tras otro, los puedo ver, palpar, sentir. Puedo oler sus fétidos alientos cerca de mi cuello. El miedo y la culpa los levantan, los alimentan y los fortalecen. Todo lo que por años intenté construir para aplacarlos parece débil ante su resurgimiento. La mujer fuerte que es Nika se desintegra ante la frágil y dañada Carolina.

El médico se acerca en búsqueda de los familiares. Veo a Taís sobresaltarse ansiosa, la niña está rota, pero aun así se muestra fuerte. Solo espero que no tenga que vivir otra pérdida. La quiero mucho, no quiero verla sumergirse en el abismo que podría representar para ella quedarse sin Rafael en este mundo. Lina me toma de la mano y me arrastra hasta el médico.

—Está reaccionando bien a los medicamentos todavía, seguirá en terapia intensiva por ahora. Tienen que saber algunas cosas. El señor sufrió un Accidente Cerebro Vascular Isquémico, eso significa que el flujo de sangre en el cerebro se detuvo por unos segundos. En esta clase de situaciones, las consecuencias pueden ser muchas, incluso fatales. Y, como les dije antes, las primeras cuarenta y ocho horas serán cruciales. Tenemos a favor que es joven y sano, y que lo han traído a tiempo, los segundos pueden hacer una gran diferencia entre un caso y otro —explica.

—¿Pero qué podemos esperar, doctor? —pregunta Lina.

—No lo sabemos, necesitamos ir con calma, hacer más estudios y esperar a que despierte. Lo repito: las consecuencias pueden ser muchas dependiendo de la zona afectada. Podría quedar inmovilizado de un lado del cuerpo o con movimiento limitado, podría perder el habla o la vista, podría tener problemas para recordar a corto plazo entre otras cosas. Realmente no lo podemos saber aún.

Taís solloza con fuerza.

—Oh, pero… —Lina quiere preguntar algo, aunque no articula más palabras.

El doctor mira a Taís y luego sigue hablando.

—Calma, podría no presentar consecuencias muy graves. De todas formas, es algo que requerirá de un tratamiento largo. Necesitará del apoyo de todos sus seres queridos —agrega el galeno—. Quizás, en la noche una de ustedes pueda pasar a verlo un rato —añade y observa a Taís que se ve asustada y desanimada.

El doctor se marcha, quiero acercarme y abrazarla, me muevo hacia ella, pero, cuando estoy cerca, ella se aleja de nuevo. Suspiro y niego frustrada. Voy a mi asiento, busco mi libro y me refugio de nuevo en la capilla. Hago una oración, esta vez por Taís, antes de perderme en mis recuerdos.

ji

No pretendo excusarme por el daño que hice, solo quiero contar mis verdades, esas que oculté por mucho tiempo. Esas que guardé en un cajón escondido de mi corazón por miedo, quizá porque hasta a mí misma me convenía creer en mis mentiras.

Sé que las mentiras hacen sentir mal al otro, lo hacen sentir tonto, traicionado, humillado. Pero esa nunca fue mi intención, yo simplemente no era capaz de aceptar las verdades de mi vida. Me humillaban, me perturbaban; me dolían tanto que preferiría crear verdades alternativas donde yo misma me escondía. Esas mentiras no eran por él, eran por mí.

Nací en una familia donde nunca hubo amor, ni mis padres se amaban entre ellos ni me amaban a mí. Yo estaba allí, sola en una mansión cargada de riquezas, pero vacía de afecto, de cariño y de comprensión. Mi madre estaba obsesionada con su figura, no sé si podría culparla. Mi padre la obligó a dejar su trabajo y se pasaba diciéndole lo mal que se veía y… golpeándola. Y ella lo odiaba a él, odiaba todo lo que viniera de él, eso me incluía también a mí. Y entonces, con solo diez años, me tocó encontrar el cadáver de mi madre colgado de la viga del depósito.

Me enviaron a un psicólogo, pero nada podía sacarme la sensación de vacío que su suicidio me había dejado. Yo me sentía culpable, me quedaba allí debajo de mi cama y escuchaba como mi padre le gritaba, como la golpeaba y nunca hice nada al respecto. Me callé como ella, me callé como mis tíos, como mis primos, como todos. Porque tenía miedo de papá, tenía miedo de que me pegara a mí también. Fue tanto lo que mi madre sufrió, que decidió acabar con su vida, y yo no había hecho nada para defenderla.

Durante meses tuve pesadillas con la imagen de su cuerpo azulado oscilando desde el techo. Durante meses me desperté cada noche imaginándola colgando del techo de mi propia habitación, a punto de caer sobre mí. Durante meses me pregunté por qué no me quería, por qué no fui suficiente para ella, por qué no quiso luchar por mí. Todas las madres de mis amigas las querían, las cuidaban y se preocupaban por ellas, las peinaban, las ayudaban con las tareas, pero mi madre no, ella se mató y sus palabras diciéndole a mi padre que nunca quiso ser madre retumbaban en mi mente.



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En el texto hay: maltrato, mentiras, bulimia

Editado: 03.03.2020

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