Lo que callaron los faroles

Capítulo I : La colina de los lamentos

         Los días  de verano se hacían cada vez más largos, sin embargo, a Paula aquella tarde se le había vuelto un suspiro. No era ambiciosa, aunque se había propuesto obligarse a despojar su acentuado conformismo en aras de un futuro mejor. Se sonrojaba al admitirse a sí misma haber idealizado más allá de pagar los estudios de Federico, el traje blanco tras la vidriera de la tiendecilla de oportunidades que parecía hecho para ella. No le interesaba un ramo de flores, en el jardín las veía tan felices cazando gotas de lluvia que sentía pena cortarlas. Lo que nunca faltaba en aquel ensueño era su galán sin rostro, apuesto y elegante.  Todas las tardes, la realidad golpeaba duro con el frío  del ocaso, la magia había terminado.

        La venta artesanal no estaba remunerando lo necesario para cubrir gastos. Fue en aquel momento que tomó una decisión definitiva. Cuando el cielo comenzó a teñirse naranja, el drástico cambio de clima que ya era habitual en el poblado de Apariciones y sus zonas aledañas, azotó con crudas ventiscas las calles despojando el bullicio de los dias de feria. Sobrecargada de cuadros y pinceles se aproximó a la parroquia desde donde se divisaba un brazo haciendo señas en la puerta entreabierta.
—¡Date prisa!—exclamó—en este instante acaba de subir.

Tras una corta carrera, Paula recostó la cabeza al caballete de madera para recobrar el aliento, mientras murmuraba a través de la abertura.

—Que haría sin ti Mateo, sería imposible cargar con todo esto a diario.

—Ni lo menciones, mejor vete antes de que nos vean, el padre tiene espías en todas partes, hasta mañana... ¡ah!—agregó—a primera hora llegará un inquilino, será mejor que pases más temprano para prever.

—¡Que contrariedad!, supongo que me levantaré de madrugada otra vez, vamos Mateo, quita esa cara de preocupación, nunca te he fallado —dijo con una sonrisa cansada, mientras se alejaba arrastrando los pies.

        Sentada en un banco de la parada escondió la cabeza entre las piernas, como solía hacer de pequeña cuando se sentía frustrada.     

—Muchacha—una mano huesuda y helada le rozó el cuello, era un señor alto y delgado, vestía de negro y en el fondo de su esquelético rostro brillaban dos profundos ojos grisáceos—ha llegado el autobús.

—¡Oh!— se puso de pie sobresaltara—muchas gracias señor, pero esa no es...mi ruta—fluctuó por unos segundos y entrecerró los ojos para obsequiarse la falsa ilusión de sopesar sus dudas.

       Había leído en la pantalla, con intermitentes y lumínicas luces verdes "Zona Norte" y por un momento se le ocurrió que podría ser una señal.            Aquella vocecita interna y molesta,  que la había acosado desde la mañana, portaba una expresión de suficiencia<<no te lo decía tonta, tienes que ir>>dijo la Paula racional, a la emocional.

       Pestañeó rápidamente para regresar a su realidad y abordó vacilando aún la decisión. Al tiempo que subía la escalerilla se volteó para agradecer a aquel singular hombre de antaño, pero no había nadie.

      El camino a la Zona Norte era largo y empinado, solo viajaba a la capital por cuestiones de máxima necesidad, <<Puerto Esperanza, Apariciones, Ciudad Capital, Zona Norte y de regreso, Ciudad Capital, Apariciones y Puerto Esperanza>>se repetía con fastidio la ida y vuelta del viaje. El autobús hacía frecuentes paradas donde  bajaban  y subían pasajeros que terminaban las labores del día. El aire se mezclaba con olores de perfumes, cigarrillos, sudor y cenas recalentadas, que, junto al desnivelado sendero le provocaban momentáneas nauseas.
        Paula era igual a todos ellos, igual en sus ropajes y calidad de vida. Pero en el más recóndito lugar de su corazón, no se sentía a gusto, pertenecía a un mundo que aún sin conocer, lo escuchaba llamarle cada año de su corta vida con más intensidad. Era de un físico, además, que marcaba una notable diferencia entre los pescadores de dedos gruesos y callosos y las mujeres regordetas de piel oscura y largas trenzas que pertenecían a su clase social. Tenía la tez clara y el cabello rubio ondulado sobre los hombros, ojos color avellana, grandes y dormidos a la vez. Si algo la pudiera relacionar con su vida en la zona marítima, era aquella lejana expresión de pez en sus facciones, poseía una belleza extraña, única, de esas que absorben miradas y alejan personas.

      En la Zona Norte vivían familias encumbradas, aunque los autobuses que la transitaban exhibían la mayor indigencia de toda la capital. Los fútiles burgueses y sus extravagancias marcaban una denigrante diferencia separada por un cristal en movimiento. Paula se perdió nuevamente en sus pensamientos egoístas, donde solo existían su hermano y ella siendo parte de aquella imponente estirpe social, sintió pena de sí misma. Había vivido tan poco y tan rápido, que solo quería disfrutar de los placeres materiales, dejar su barriada mal oliente, sus trapos remendados y por sobre todas las cosas, dejar de vender el arte que tanto amaba a precios de baratija en ferias para curiosos extranjeros.

       Pasadas las siete y cuarto el cobrador gruñó entre dientes que se aproximaba la penúltima parada, en la Calle de los Molinos. Paula se incorporó súbitamente intentando abrirse paso entre la gente.

—Permiso señora ¿podría déjame pasar?... señor, su bolsa se ha atascado en mi zapato—sintió que se asfixiaba.

—¡Que niña tan torpe! —se escuchó—claramente no es de por aquí.

        Casi arrojada a la calle en una disputa por tomar el asiento recién vacante, intuyó que la suerte debería estar ocupada ayudando a alguien más, cuando al husmear la proveniencia de un hedor nauseabundo detectó en uno de sus zapatos, un detestable excremento de gallina, tal vez la misma que llevaba atada con una soga a la pata el campesino que fue a su lado todo el viaje, tarareando y desplumando al pobre animal para la cena,  en pleno tumulto.

        Si algo bueno se hubiese podido extraer de aquella situación sería, el hecho de haber ocurrido en un barrio residencial. De puntillas, se acercó a uno de los aspersores que regaban el césped de una suntuosa mansión. Allí se tendió por unos minutos, exhausta de aquel interminable día de trabajo, de viaje, de frio, desesperanza y miedo. La placidéz no duró mucho al descubrir que estaba rodeada de cámaras <<mejor me voy por mis propios pies, antes de que me saquen como a una vulgar ladrona>>pensó.



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En el texto hay: misterio, suspenso, paranormal

Editado: 29.06.2020

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