Lo que no tiene nombre

Capítulo 20

No había alcanzado Dao a parpadear cuando Zui cayó al suelo. Sobre su espalda se abalanzó Zoi, hundiendo las garras en la tela.

—¡Eh! —gritó Dao, dando un paso al frente.

Aunque el miedo le hervía en las venas, la muchacha no se quedó callada. La criatura giró su cabeza felina hacia la valiente, entornando los enormes ojos como si estudiara a su presa potencial. Las descomunales garras de las patas felinas apretaron con más fuerza la chaqueta de Zui, aplastándolo contra la tierra. El chico, a su vez, luchaba desesperadamente por respirar, agitándose con fervor.

Zoi me no apartaba la mirada depredadora de Dao, como si aguardara el próximo movimiento de la muchacha.

—Suéltalo… —suplicó con voz temblorosa, tomando con cuidado una rama caída a sus pies.

El murciélago felino no esperó demasiado: se lanzó primero.

El aire se escapó de los pulmones. Dao alzó la rama con brusquedad, manteniendo las fauces hambrientas de Zoi lejos de su rostro. Las garras, agudas como agujas, se hundieron en su abdomen, mientras las patas delanteras quedaban suspendidas en el aire. Se agitaban con furia frente a la nariz de Dao, ansiosas de desgarrar sus mejillas como lo habían hecho con el taishen.

—¿De veras tienes tanta hambre? —silbó la joven cuando los colmillos de Zoi se cerraron sobre la rama.

Dao miró de reojo a Zui, que ya se incorporaba. Pero él tampoco permaneció al margen.

Su pie pisó por descuido otra rama, que se quebró con un chasquido inmediato.

Maldición.

Las orejas de la criatura se erizaron. La cola se levantó. La rama aún entre sus fauces fue liberada para volver la mirada hacia atrás. Aprovechando el instante, Dao blandió el palo y le golpeó en la cabeza.

La bestia siseó con fiereza, cubriéndose con sus enormes alas. Dao sacudió la cabeza para que el aleteo no la golpeara.

Un segundo golpe sordo resonó. Acto seguido, Zoi me salió despedido contra un árbol, bramando de dolor.

Dao alzó los ojos hacia Zui, que observaba con firmeza al murciélago felino mientras sostenía en alto un arma de fuego. La muchacha reconoció en ella un fusil, el mismo del que le hablaba su padre. Como cazador, él conocía bien el tema y había enseñado tanto a Dao como a Tuyet a manejar el suyo propio.

Aprovechando el tiempo antes de que el murciélago recobrara el aliento, Zui ayudó a Dao a ponerse en pie. Ella, turbada, miró el arma y luego al chico.

—Estaba bajo el árbol… —explicó él con desconcierto, bajando el fusil—. Seguro le pertenecía.

Asintió en dirección al cadáver del taishen. Dao evitó mirarlo para no sentir otra oleada de náusea, y en su lugar recogió la rama rota.

—¿Quieres probar? —preguntó, mientras el muchacho apoyaba el arma contra su hombro y ajustaba los ojos al punto de mira.

—Oye… —susurró Dao con cautela, mirando en derredor—, ¿no crees que si hay un Zoi me aquí, podrían aparecer más?

La última vez que Dao condujo a Lae hasta la laguna, no había ninguno. Pero ahora uno se había manifestado. Lo más probable era que hubiera escapado de la zona donde estaba aquel navío enemigo. O tal vez el murciélago felino vivía aquí y, al percibir peligro, decidió eliminarlo para que no rondara por su territorio.

—Por lo general habitan en los bosques espesos, donde hay menos agua —observó Zui, bajando el arma para examinarla—, pero algo lo trajo hasta aquí.

Un siseo se escuchó.

Dao y Zui alzaron bruscamente la cabeza.

Zoi me se incorporaba sobre sus patas macizas, dejando ver sus garras ensangrentadas.

—Qué insistente… —refunfuñó Zui, suspirando.

Zoi me tampoco posee género, así que se referirán a él con formas distintas.

La cola del felino se agitaba con violencia, casi golpeando el árbol tras de sí. Las orejas, torcidas hacia atrás, revelaban la furia contenida, la misma que estaba dispuesta a liberar y mostrar hasta dónde podía llegar la criatura. Bastaba con atrapar a las presas en las que sus ojos estaban fijos.

—¿Sabes disparar? —susurró Dao, inclinándose apenas y extendiendo los brazos para dar la ilusión de mayor altura.

—No —contestó él, apretando el fusil contra su pecho—. ¿Y tú?

Dao asintió lentamente, extendiendo la mano sin apartar ni un instante la vista de la bestia. Zui entendió la insinuación y, con igual lentitud, le entregó el arma. Pesó en las manos de la joven.

Reuniendo fuerzas, alzó el fusil. Como enseñaba su padre: la mano derecha en la empuñadura, la mejilla apoyada en la culata. No había tiempo para comprobar el cargador, así que sería o un disparo certero o un estrépito en vano. Toda la esperanza recaía en que el muerto no hubiera agotado las balas.

Cuando el murciélago apareció en la mira, él también se tensó. El pelaje se erizó, como preparado para atacar.

Apenas Dao apretó el gatillo, sonó el disparo. Y tras él, una silueta se abalanzó sobre la bestia. Rugió, rodando junto al felino hacia los árboles.

—¡SOME! —gritó Zui.

Saltó de su sitio, corriendo hacia las dos criaturas.

Dao los siguió con la mirada, atónita, sin atreverse a moverse.

¿A quién había disparado?

Las manos le temblaban, bajando el fusil hasta que la boca del cañón apuntó al suelo. Algo dentro de ella se había transformado. Como si algo firmemente sellado se hubiera abierto de golpe. ¿Se respiraba con más libertad? Sí. Seguramente sí. ¿Podía un disparo cambiar así a una persona?

Dao entrecerró los ojos hacia el fusil, sospechando de él la alteración de su estado.

Pero el pensamiento se quebró con un grito. La muchacha giró hacia el origen del sonido: Zui. Él se ocultaba entre la maleza junto a las bestias.

Dao miró alrededor, inspeccionando también las copas y ramas. Tras asegurarse del entorno, avanzó hacia el chico.

Lo halló intentando separar al oscuro Zoi me de Kon ka. Dao apoyó la mejilla en la culata, declarando así sus intenciones.

—Ya le diste a Kon ka —protestó él, obligándola a bajar el arma.




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