Hye-seong, que no conocía la expresión «dar a luz», sintió un picor en las orejas, como un mal presagio. Su abuela le ordenó que fuera a cambiarse y se pusiera su ropa buena. No era de carácter afectuoso y solía ser brusca, pero tenía un miedo patológico a que alguien pudiera pensar que ella faltaba a su deber para con la familia. Nadie le dijo a Hye-seong adónde iban.
Siguió a su padre hasta el Sonata gris plateado y por vez primera se sentó en el asiento del pasajero en vez de atrás. Nunca había ido solo con su padre a ninguna parte. Cuando Hye-seong estaba por cumplir los cuatro años, sus padres se habían separado y al año siguiente ya estaban divorciados. Desde entonces, veía a su padre unas doce veces al año, como mucho. Se sentía incómodo al lado de ese hombrón, pero lo veneraba en secreto.
Fueron a un restaurante para familias. Se les acercó una camarera, con una cinta con orejas de conejo en la cabeza, a tomar el pedido y su padre ordenó todo lo que ella le recomendó y una gaseosa grande para Hye-seong. Su abuela y su tía abuela no le permitían beber gaseosas. Al cabo de un rato la mesa estaba llena de platos. Su padre le acercó una gran hamburguesa que chorreaba mostaza. Hye-seong trató de ser cuidadoso, pero igualmente se pringó las manos con aquella refulgente salsa amarilla. La camarera les trajo servilletas húmedas. Su padre cogió una, agarró las manos de Hye-seong y le limpió uno por uno los dedos. Cual relojero concienzudo e inexperto a la vez, lenta y metódicamente frotó cada uno de los diez dedos. Jamás su padre lo había tocado tanto tiempo seguido. Hye-seong se sintió confundido y atrapado, y, sin saber bien por qué, quiso librarse de esa manaza carnosa y salir corriendo.
De vuelta en el coche, su padre encendió un cigarrillo y el humo penetró por las fosas nasales de Hye-seong. Respiró tímidamente. El hombre, que conducía despreocupado con una mano apoyada sobre el volante, parecía muy distinto del que un momento antes le había limpiado las manos con dulzura.
El coche cruzó el río Han a una velocidad que apenas podía considerarse por debajo del límite legal. Llegaron a un barrio que Hye-seong no conocía. Pararon delante de un edificio de siete pisos, donde funcionaba un centro de obstetricia. Su padre cruzó con decisión el vestíbulo y Hye-seong lo siguió con paso brioso, procurando no rezagarse.
Editado: 08.07.2024