La primera vez que me pintaste, ¿la recuerdas? Había trascurrido casi la mitad de un año para cuando me mostraste el cuadro; y lo habías pintado mucho antes de aquel atardecer en la bahía, donde me pediste que fuera tu novia.
–El plan inicial había sido mostrártelo cuándo te pedí que vinieras a mi casa, aquél día que ocurrió lo de Tami; pero luego por cómo se dieron las cosas ya no pude hacerlo. –Me dijiste–. Lo guardé porque quise esperar el momento perfecto para dártelo; sin embargo, Leigh, ésta pintura es demasiado significativa para mí. La pinté después de la muerte de mi padre, durante ese tiempo en el que quería estar solo. En ningún momento planeé pintarte a ti, honestamente; solo sentí muchas ganas de pintar y para cuando hube acabado, me di cuenta que se trataba de ti. Literalmente, así fue como tuve conciencia sobre mis sentimientos.
Yo tenía el lienzo cuadrado entre mis manos, corroborando que esa clase de talento que tenías era, seguramente, algo innato. Mi cabello chocolate caía largo en sus distintivas ondas, como cortina a cada lado de mi cara, la cual estaba levemente inclinada hacia abajo; mi frente pequeña, mis cejas delgadas haciendo un contraste con mis pestañas y mis ojos cerrados, mi nariz terminando en una margarita que sostenía entre mis dedos. Detrás de mí, el jardín del colegio: precisamente el césped donde crecen las demás margaritas. El cielo azul moteado de nubes blancas y se podían vislumbrar algunos rayos de sol. La camisa blanca del uniforme escolar, las correas del morral sobre mis hombros y el brazalete que me obsequiaron las chicas y que siempre me obligaban a usar.
La pintura en sí era algo que necesitaba ser exhibido; la perfección de los colores, las sombras y contrastes; la magnificencia del boceto… Pero el hecho de que era yo quién estaba plasmada ahí en ese lienzo, el que te percataras –antes de comenzar a conocernos a profundidad– de que las margaritas me encantaban, de que el jardín del colegio era mi sitio favorito, y hasta de la pulserita que durante esa temporada por lo general no me quitaba; era, sin duda, lo que más apreciaba y lo que más me hinchaba el corazón.
Esos pequeños detalles que quizás pasaron desapercibidos para ti, significó para mí más de lo que jamás te harías una idea.
Y nunca te lo dije.
–Hace unas semanas le hice algunos retoques, pensé incluirla con las demás para aplicar en la universidad, pero significa mucho más que un cupo universitario. –Habías sonreído–. Se llama La belleza de lo esencial.
Ciertamente me dejaste sin palabras, pero no fue absolutamente necesario decirte lo especial y afortunada que me sentí; tú lo leíste en mi expresión.
Sólo te abracé como respuesta, recuerdo, me gustaba hacerlo; mis energías se repotenciaban cuando lo hacía y todo estaba en paz en ese espacio de tiempo. Era cómodo estar entre tus brazos, era pacífico; era mi escondite cuando todo iba mal en casa.
–¿Por qué el cuadro se llama “La belleza de lo esencial”? –Te pregunté días después de colgar la pintura en mi habitación, una noche en la que habíamos decidido quedarnos tumbados en el sofá de tu casa con bolsas de fritura, en lugar de asistir a una de las tantas fiestas que organizaron tus compañeros de clases como festejo por la casi graduación.
Tú tenías los pies sobre la mesita de cristal y la nuca reposada sobre el borde del respaldo, con la bolsa de Doritos en una mano y de la otra los dedos manchados; yo usaba tu pecho como almohada, recostada a lo largo del sofá con las piernas flexionadas, mis pies apoyados sobre el reposabrazos y con el mando del reproductor de música de la estancia en mi poder; mi preciado Ed Sheeran ya para ese entonces se había instalado cómodamente junto a todo su repertorio dentro de tu pendrive de música. Esa noche Lauren cubría turno en el hospital y Lucy estaba con su papá.
–Te gustan demasiado las margaritas, es casi esencial para ti tomar una y oler su aroma. Y a mí me encanta verte hacerlo, es una auténtica belleza. –Soltabas las cosas más dulces con tanta parsimonia y despreocupación, como si fuera cualquier nimiedad, que me hacía admirar la forma en la que expresabas todo tu romanticismo con tanta sencillez y facilidad, que yo nunca pude.
Estoy segura de que puedes recordar esa noche, ¿a que sí? Para mí fue muy, muy especial.
Ya pasada de la media noche cuándo las bolsas de frituras se acabaron; me habías arrebatado el mando del reproductor de música y suplantaste a Teddy por una de tus bandas favoritas de rock alternativo, afuera comenzaba un diluvio y nos habíamos tumbado a lo largo del sofá con una almohadilla sobre el reposabrazos. Yo tenía frío y me había puesto tu buzo gris adidas, mi favorito; también me había acurrucado a tu costado y contra el respaldo mullido del sillón. Tú te habías abrazado a mí; hundiste tu cara en mi cuello y me pasaste una pierna por encima de las mías; estabas impaciente porque la universidad aún no emitía respuesta alguna sobre ti.