Tuviste aquella conversación con Derek una tarde en la cómoda sala de tu casa, en la que no estuve presente y de la que sólo te limitaste a comentarme que, número uno: efectivamente tu medio hermano consumía drogas y lo que había hurtado lo utilizó como forma de pago, ya que su madre aún maneja su dinero, cuentas bancarias y toda la herencia que su padre le había dejado. Número dos: estaba verdaderamente apenado por todo lo que había ocurrido y aceptaría aquella ayuda que le estabas ofreciendo. Supuestamente tú, él quería cambiar, quería salir de ese mundo ilícito al que había comenzado a adentrarse y no era bonito; iba a volver a la escuela y a dejar de frecuentar ciertos lugares y personas. Te prometió que no necesitaba ir a psicoterapia en lo absoluto y tú confiaste.
Una confianza que te salió costosa.
Yo por supuesto que no creía nada aunque no quise contradecirte, estabas cansándote de ese tema –eso me dijiste– y ya querías dejarlo por la paz confiando en tu hermano. Era evidente que algo habíamos visto todos en Derek que tú no, estabas cegado con esa venda en los ojos llamada amor fraternal incondicional.
Pero jamás podré culparte a ti cuando fuiste la principal víctima en todo esto. Tú solo fuiste demasiado buena persona, guiado por principios y amor puro y solidario.
Aunque fue un real y verdadero trayecto hasta el desgraciado final, puedo decir que en nuestra atmósfera abundó mucha tranquilidad, amor y felicidad. Y por favor, créeme totalmente cuando te digo que son los recuerdos que, aunque más dolieron en su tiempo, más atesoro en mi mente, en mi corazón y en mi alma.
Tu cumpleaños número diecinueve; sé que lo recuerdas. Por mi mente había cruzado la idea de hacerte una fiesta sorpresa, lo había hablado con Lila y Saory y estuvieron encantadas de ayudar, pero una tarde me dijiste que tú, amante de las fiestas y el alcohol, no querías hacer nada en lo absoluto; que simplemente deseabas pasar todo tu día en santa paz con las personas más imprescindibles en tu vida.
Cayó día domingo, y el sábado por la tarde me pediste que me quedara contigo hasta el día siguiente. Lauren preparó unas hamburguesas y cenamos los cuatro antes de que ella se marchara a cubrir el turno nocturno en el hospital, como todos los fines de semana. Lucy había exigido no irse con su padre aquella vez para quedarse con nosotros, y me ayudó a preparar palomitas de maíz para nosotras, ya que a ti no te gustaban. Tú conseguiste unas bolsas grandes de fritura y estuvimos viendo Lilo y Stitch hasta que la niña se durmió y pusiste Los Simpson cuando la llevaste en brazos a su habitación.
En ningún momento le dimos total atención al episodio ni al televisor, estuvimos conversando de tantas cosas que algunas las recuerdo claramente y otras no. Tú habías estado sentado contra el espaldar de madera de tu cama, y yo había hecho una bola con tus sábanas –porque por lo general tu cama nunca estuvo ordenada– y me recosté de ella, permaneciendo medio sentada y medio acostada, con el bol de palomitas sobre el estómago. Charlamos sobre un montón de personas, sobre la universidad y la exposición de arte al que uno de tus profesores te había invitado y sería en los próximos días.
Si algo pongo muchísimo en duda en esta vida, es el hecho de que encuentre a alguien con quien hablar como podía hacerlo contigo. No creo que semejante conexión se halle dos veces en el mundo.
No recuerdo cómo ni por qué, pero conversamos sobre tanto aquella noche que sin previo aviso comenzamos a recordar cuando nos conocimos. Es tan cálido y refrescante poder rememorar tiempos pasados, que a pesar de que en su momento hayan sido difíciles, en el futuro aún podemos disfrutar de eso: de la experiencia y el proceso vivido, de lo que nos marca y nos hace aprender.
Nos reímos muchísimo, fue divertido y hermoso. Te vi reírte al recordar aquellos pensamientos tuyos al inicio de nuestra historia: cuando creíste que Simon era mi novio y pensaste que le había sido infiel con Walter porque mentimos acerca de habernos besado.
–Admite que te enojaste porque pensé mal de ti.
–¡Por supuesto que sí! Eras un idiota, Liam ¿cómo ibas a pensar eso de mí?
Aún puedo recordar la risita tan risueña que soltaste mientras llevabas el bol de palomitas de mi estómago a tu buró, solo para poder situar tu cabeza rubia sobre mí.
–A ver, mi amor, que no te conocía en lo absoluto, ¿qué más podía pensar? Fue un duro golpe para mí ver que eras toda una niña mala.
–¿Acaso tengo cara de… niña mala? –Tus calificativos me causaron risa.
–No, pero tú y yo sabemos que eres bien traviesa. –Habías achicado los ojos como si me retaras a desmentirte, y aunque quise, una risa nasal me ganó. Tú miraste al techo por un momento y suspiraste, antes de volver a mirarme–. ¿Walter nunca te dijo que me enojé muchísimo con él? –Yo fruncí el ceño, curiosa y confundida, y negué con la cabeza en respuesta a lo que tú sonreíste con diversión–. Evidentemente yo creí en ese fulano beso y me enojé porque él sabía que tú me gustabas. Qué casualidad que haya ido a besarte como si la oportunidad le cayó del cielo; en mi mundo eso no se le hace a un amigo. –Yo me eché a reír porque ahí comprendí tu reacción de esa noche–. Después me explicó y me dio un zape.