Cuando era joven, solían decirme que escribir sanaba. Pero cuando él estaba a mi lado, dándome atención, con su voz y esos ojos miel brillando mientras hablaba de algo que le apasionaba, cinco minutos eran suficientes para darme la energía necesaria para continuar mi día.
Era mi lugar seguro, mi lugar feliz; su voz era una melodía para mis oídos. Mi melodía favorita. Él iluminaba mi día. Creía que lo nuestro iba más allá de una simple atracción física. Era mi musa para escribir. Con una sola palabra hacía latir descontroladamente mi corazón.
Sentía mariposas cuando llegaba un mensaje suyo, y aun cuando tenía un mal día, él lograba que todo pareciera mejor. Era mi confort, mi paz, mi debilidad. Buscar la palabra exacta para describir lo que teníamos era complicado: no éramos amigos, porque ellos no lo veían como nosotros; no éramos amantes, porque no nos amábamos a escondidas; y no éramos novios, porque teníamos miedo de dar el siguiente paso.
“Novio” era solo una palabra, una etiqueta que nunca pudo describir lo que sentía. Muchas veces el amor es inexplicable. El mío lo era. Me enamoraba de los recuerdos, de los momentos que creía que existían, y no de él. Le habría dedicado todas las canciones de amor y escrito mil poemas, y, aun así, nada hubiera sido suficiente para expresar lo que sentía.
Si pudiera describir lo que siento ahora, diría: solo cariño. Pero antes habría querido abrazarlo y amarlo sin temor al futuro, quedarme a su lado el tiempo que fuese… toda la vida, si hubiera sido posible. Me hubiese gustado que se quedara más tiempo, pero como le dije:
<<Quédate conmigo el tiempo que sea necesario y cuando tengas que irte hazlo sin temor a que sufra. Vete, que yo te amaré, pero un día sanaré y dejaré de amarte.
Pero hoy quiero amarte como lo que somos ahora: dos adolescentes. Quiero amarte con locura, pero si tú quieres quedarte toda la vida a mi lado, hazlo.>>
Éramos demasiado jóvenes para comprender lo que en realidad era amar; necesitábamos sentirnos amados para poder estar bien. Pero había algo que nadie me había dicho: primero debía amarme a mí misma para poder amar a otros. Absurdamente, creí que alguien podría amarme más de lo que yo me amaba.
Las mariposas brotan en tu estómago cada vez que ves a esa persona especial… pero también llega el miedo. ¿Cuánto durará esto? El miedo va consumiendo y te obliga a reprimir los sentimientos, a alejarte. Y cuando menos lo esperas, todo ha terminado.
El amor no siempre dura, y para una chica como yo, que deseaba un romance adolescente, esto era más que necesario. Pero jamás imaginé que aquel “amor adolescente” podría volverse tóxico. Él pudo tener una hermosa sonrisa, ojos miel y un cuerpo que pareciera hecho por los dioses, pero carecía de lealtad, honestidad, seguridad y, sobre todo, amor propio.
Ambos creímos que, si encontrábamos a alguien que nos amara, nos sentiríamos completos. Pero fue todo lo contrario. Día a día nos fuimos alejando y lastimando. Él no era perfecto, pero para mí lo era; me hacía sentir como una reina, mientras que él actuaba como un príncipe egoísta, haciéndome sentir como la villana del cuento.
Su voz podía erizarme con solo unas palabras, pero el sobre pensar me llevó a darme cuenta de lo que no quería aceptar. El corazón no advierte que alguien es dañino; solo bombea, y sientes taquicardia con cada mensaje, cada mirada, cada gesto. La razón te grita que abras los ojos: nada es como lo ves, nada es tan hermoso como lo imaginas. Incluso la rosa más bella puede tener veneno en sus pétalos.
Cada vez que suspiraba pensando en él, comprendía que estaba perdida, porque no había vuelta atrás. Me había enamorado de una ilusión. Me enamoré de lo que creí que teníamos, de los abrazos y las conversaciones que mi mente inventaba. Pensaba conocerlo, creía que era mi alma gemela, que estábamos hechos el uno para el otro… hasta que entendí que estaba en el lugar incorrecto.
Luego llegó la noche en el hospital. Me encontré con esa Enid frágil y rota, con la chica que siempre creyó que el mundo era de colores… y aún lo es, aunque ahora acepta la realidad de las cosas.
Esos ojos miel que un día me cautivaron permanecerán guardados en los momentos felices de mis catorce años. Esos abrazos y esas palabras los llevaré siempre en mi corazón. Él me hizo sentir la persona más feliz del mundo, y le agradezco haber estado allí cuando todo se tornaba oscuro.
Lo quise. Se convirtió en esa persona especial con la que imaginé un millón de escenarios. Mi engañoso cerebro me hizo creer en ellos, pero nuestro destino nunca fue estar juntos. Nuestro destino fue conocernos, aprender a querernos, valorarnos… y dejarnos ir.
Éramos dos chicos enamorados de la vida que merecían otro final. Pero, aunque buscáramos conectar en todos los sentidos, lo nuestro siempre fue fuego destinado a volverse cenizas. Aun así, quedamos convertidos en momentos inolvidables de dos chicos enamorados.
Debo aceptar que siempre seremos lo que pudimos ser y no fuimos.
Y hoy entiendo, al fin, lo que aprendí de lo que fuimos.