NOAH
Estas últimas semanas había comenzado a pasar lo que por mucho tiempo temí: Hannah se mostraba más interesada en las dinámicas familiares. Luego de volver de la pijamada de su amiga, me preguntó si algún día tendría una nueva mamá.
Esa mañana llegué al cementerio más pensativo que de costumbre. Había aprendido a llegar temprano: el silencio de la mañana me daba espacio para hablar con Emma sin testigos, sin distracciones. Me sentaba frente a su tumba con el mismo café de siempre y, durante años, le conté todo: los avances de Hannah, mis miedos, mis errores. Hoy no era distinto, pero algo dentro de mí sí lo era.
—Hannah preguntó si todavía estoy triste por ti —dije sin rodeos, dejando escapar el aire en un suspiro largo—Le dije que sí, porque no sé cómo explicarle que uno no deja de estar triste, solo aprende a vivir distinto con la tristeza.
Pasé la mano por el borde de la lápida, despacio, como si pudiera borrar las palabras talladas. A veces me parecía cruel que su nombre estuviera allí, tan frío, tan estático.
—Pero me hizo otra pregunta, Emma. Me preguntó si ella podía tener otra mamá…
Mi voz tembló. No por miedo, sino por la certeza de que lo que iba a decir era tan real como incómodo.
—No supe qué responderle. Pero llevo días dándole vueltas a eso. Mi mamá y la Nana viven diciéndome que me dé una nueva oportunidad, que Hannah merece tener una figura femenina más presente y que yo también merezco sentirme especial, querido, acompañado.
Me quedé en silencio un momento. El viento movía las hojas del árbol más cercano. Pensé en Hannah, en lo mucho que merecía ver amor a su alrededor, no solo nostalgia.
—He comenzado a preguntarme si estoy haciendo bien al seguir aferrado a ti como si no existiera nada más. ¿Es justo para ella crecer con un padre atrapado en el recuerdo?
Sonreí cuando Antonella vino a mi mente. E inmediatamente sentí un poco de pena por decirlo, pero quizás ya tú lo sabías.
—Conocí a alguien, Emma.
Las palabras salieron como si llevaran días acumuladas en la garganta.
—No sé si es especial o si es solo el primer rayo de luz que logro ver desde que te fuiste… pero me hizo reír. Me desconcertó. Me miró sin lástima, sin compasión. Y no sentí culpa. Solo sentí… algo.
Miré al cielo, intentando encontrar alguna señal entre las nubes.
—No vengo a prometerte nada. Sé que nadie ocupará tu lugar. Pero tal vez… tal vez es hora de dejarte vivir en paz en mi memoria y permitirme construir algo nuevo, distinto, pero verdadero. Por mí. Y por Hannah.
Apreté los puños sobre mis rodillas, como si eso me ayudara a sostener el peso de lo que acababa de decir.
—No sé si esto es lo correcto. Pero quiero intentarlo.
Justo entonces, sentí una presencia a la distancia. Al girar la cabeza, la vi llegar. Ella. Con paso inseguro, con algo en las manos. Con esa mezcla entre firmeza y vulnerabilidad que ya empezaba a reconocer. Por un instante, el peso en mi pecho se aflojó.
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Encontrarme con Antonella nuevamente fue la señal que esperaba. O quise verlo de esa forma. Aunque, siendo honesto, ya había pensado que venir los domingos temprano era parte de su rutina. Técnicamente, podría no ser una señal, pero lo asumiría como la aprobación de Emma para avanzar.
Esa breve conversación en la que me dio la camisa... fui el Noah coqueto que durante muchos años no había sido con nadie más que Emma. Intenté conectar con ella desde lo que me hacía sentir. Era una mujer reservada, pero auténtica. Nada fingida, nada desesperada por atención o aprobación.
Que aceptara tomarse un café me hizo sentir algo que llevaba mucho sin experimentar. Era una emoción que me hacía sentir vivo nuevamente. No es que Hannah no lo hiciera, pero me refiero a mí como hombre.
Apenas llegamos al café, la vi tomar una mesa junto a la ventana. Era un lugar precioso, sobre todo por la vista hacia los campos de lúpulo. Una de las mejores zonas.
—Descubrí este lugar cuando recién llegué, venía con frecuencia solo por la vista. Hasta que encontré otro donde venden las mejores donas que he comido —dijo, sacándome de mis pensamientos. Recordé ese lugar al que la seguí la primera vez que la vi.
—¿Y por qué no fuimos por esas donas? Está muy cerca del cementerio.
—Tú me seguiste aquella vez —dijo, recordando el momento.
—Qué clase de espía sería si no lo hiciera.
Ambos reímos por la referencia a aquella conversación en el hospital.
—En ese lugar tengo algunas conocidas a las que no me interesa tener en mi puerta esta tarde preguntando quién eres, qué edad tienes, si estás casado o cuándo volveremos a salir.
—Noah Meyer, 40 años, administro los cultivos de lúpulo de mi familia, viudo, con una hija de 4 años. Y, si tú quieres, cenamos esta noche.
—¿Qué…? —dijo sorprendida por mi respuesta.
—Es tu turno —dije con naturalidad.
La vi procesar la información y noté en su mirada el momento en que su mente encajó las piezas.