―CAPITULO 10―
EDUARDO
Eva se retira de la puerta en cuanto suelto un grito. Cabe resaltar que no me ha dolido en absoluto, pero si no lo hacía parecer ella hubiese forzado la puerta hasta cerrarla con mi pierna en medio. Cuando salgo del auto con la bolsa que saqué del salpicadero no recibo ninguna disculpa de su parte. Así que me quedo asombrado. Ella es de las personas que suelen disculparse por todo. Claro, atentar contra mi salud no es uno de los casos.
—No pienso disculparme por tu imprudencia. —Pone las manos en las caderas.
¿Mi imprudencia?
—Ya. Toma. —Le entrego la bolsa, ella me mira con suspicacia—. Son cremas para los moratones que provocó mi fuerza bruta.
Le doy mi mejor sonrisa, de esas que derriten a las mujeres, de esas que ella ignora blanqueando los ojos. A regañadientes aceptó las medicinas. —Las recibiré sólo para que dejes de sentirte tan culpable.
Y fue esa hermosa sonrisa que esbozó la que me hizo cometer un grave error. La besé en la comisura de sus labios dejándonos totalmente sorprendidos. No esperé a que me echara la bronca encima por mi mala cabeza, subí a mi auto, me despedí con un ademán y salí pitando de la estrecha calle donde vive Eva.
Cuando vi por el espejo retrovisor ella estaba despidiéndose.
Tras quince minutos de viaje por fin aparco en mi plaza. En el transcurso de ese tiempo he contestado llamadas de mi madre, de mi padre y de Julieta. Quien está más enojada que preocupada por mí. Lo cual es muy entendible. Me ha gritado por haberla dejado sola, y cito sus palabras, con la bruja de tu madre. No le contesté de la forma adecuada y creo que deberé disculparme dos veces. Una por no estar cuando tenía algo importante que decirme y dos por gritarle exigiéndole que se callara. Detesto los enfrentamientos, pero Julieta está vez logró sacarme de quicio.
Cierro la puerta tras de mí. Me sobresalto al ver la silueta de mi madre a unos centímetros de mí.
—Por dios, madre. Casi me matas de un infarto.
Graciela Monteverde de Bauer enarca una ceja. Saca el brazo que tenía en la espalda y no veo venir su abanico cuando me golpea con éste en el hombro.
—Me tenías asustada —vuelve asestar contra mí—, jamás vuelvas a salir sin avisar. Vas a matarme un día de estos.
Reprimo una sonrisa. Mi madre cree que aún tengo once años.
—No soy un bebé. Sé cuidarme solo. —Detengo su abanico cuando intenta reprenderme. Paso mi brazo por su hombro y la atraigo hacia mí. —Además fue Cass quien me pidió llevar a Eva a su casa.
Mi madre me hace a un lado de un empujón. —No lo vuelvas a hacer, Eduardo. Así tengas cincuenta años, mientras sigas viviendo bajo este techo es tu deber informar. Y más si te vas y dejas a esa arpía en casa.
—Mamá, Julieta no es ninguna arpía.
—La conozco desde que usa pañales. —Toma mi rostro entre sus manos y me ve a los ojos—. El hecho que aún te duela la ruptura de tu matrimonio no te da pie a salir con cualquiera.
—No salgo con ella por despecho. —Alego instintivamente.
—Es fotógrafa como Venecia, es pelinegra, delgada y tiene toda la personalidad de ella. Sólo falta que la encuentres en la cama con Stephen y asunto arreglado.
Ese fue el golpe más bajo que pudo haberme dado mi madre en mi vida. Ella mejor que nadie sabe lo que aposté por mi matrimonio, cuanto es lo que amé a Venecia. Sólo mi madre y mi mejor amigo saben que la encontré con mi primo cuando ambos creían que estaba de viaje. Venecia no sólo me partió el corazón, si no también el alma. Ya han pasado tres años, pero duele como el primer día.
—Sólo el tiempo nos dirá si Julieta es lo que tú piensas, buenas noches. —Forcé a mi voz a hablar con calma.
Dejando a mi madre crucé el vestíbulo lo más rápido posible que me permitieron mis extremidades. Subí a zancadas las escaleras, ya en el segundo nivel me desmoroné.
EVANGELINE
Pasó una semana desde que Eduardo cenó en mi casa y seis días desde que no hablamos más que por educación al cruzarnos en su casa. Cassia dice que su hermano está como ido, y que sólo una vez en su vida lo había visto así: cuando estaba tramitando los papeles de su divorcio. Me enteré también que él amó mucho a su ex esposa y que al pasar del tiempo Eduardo parece no haber curado esa herida. Cuando me he cruzado con él lo he notado meditabundo y con ojeras, resultado del cansancio. Totalmente distinto a cuando nos despedimos… ese día se le notaba relajado y lleno de picardía, hoy… hoy no veo más que a un ser humano yendo a la deriva. Y sé cómo se siente.
Bajo las escaleras con Tom en brazos. El pequeño está aferrado a un mechón de mi cabello. Él ya le agarró costumbre y yo por miedo a lastimar su manito le permito que siga tirando de mi cuero cabelludo. Deslizo la mampara y salgo al porche trasero. A unos metros se encuentra un comedor que acondicionaron años atrás, según Lourdes, para desayunar al aire libre.
En esta parte también se encuentra la piscina que tiene forma de riñón, en la esquina hay una cascada artificial. Detrás de ella diviso la pequeña casa donde vive Lourdes con Luis, su esposo. Hay tumbonas situadas alrededor de la piscina y un mini bar ubicado en el lateral izquierdo. También hay una casa en el árbol. El señor Justo lo mandó a crear cuando Carol tenía tres años de nacida, me comentó que hasta antes del nacimiento de Eduardo la casa era de color rosa, tras su llegada cambió a un color neutro: celeste.