La noche ha caído con velocidad sobre nosotros. El buen ambiente en el trabajo me hizo olvidar mis recuerdos. No esperaba algo tan maravilloso como eso, pero lo agradezco.
Avanzo por el angosto camino de concreto que está comenzando a ser devorado por el césped que lo rodea, y que lleva a mi casa. La luces estan encendidas y, mientras subo las escaleras del pórtico, la madera rechina y cruje como si fuese a quebrarse bajo el peso de mi cuerpo, el cual tampoco es demasiado. He vivido en esta casa toda mi vida y no puedo recordar un momento en el que la estructura estuviera en buen estado. Parece como si quisiera derrumbarse conmigo y mi vida detrás de esta puerta.
El aroma a cerveza y a comida descompuesta me inunda la nariz en cuanto entro. Maldigo solo para mí. Temía llegar y encontrarme con esto, pero supongo que era algo predecible. No se puede cambiar algo en una semana sino se ha podido corregir en un año, o eso decía mamá.
Lanzo mi pequeña mochila en una silla en el comedor y avanzo hasta la sala de estar, donde comienzo por levantar las cajitas de comida china. Hago toda una coreografía mientras levanto las distintas botellas de vidrio que descansan en el suelo, todas vacías, me llevo también las latas de cerveza y limpio con un paño húmedo la mancha de ceniza de cigarros que ensucia la alfombra frente al mueble de madera del televisor. No hay mucho que hacer con eso último.
Lanzo un vistazo a la habitación. Está durmiendo.
Entonces continúo. Voy a la cocina-comedor, levanto los platos de cerámica blanca, los lavo, saco la basura hasta los contenedores a mitad de la calle y al volver me aseguro de rociar un poco de aromatizante sobre la alfombra para tratar de camuflar el olor en el interior. No estoy segura de si funciona o no, pero no tengo tiempo para averiguarlo.
La bocina de un auto suena afuera y segundos después llaman a la puerta. El reloj de pared marca las diez en punto. Justo a tiempo.
Abro entonces y unos pequeños brazos me rodean por la cintura con una alegría distintiva.
—¡Llegamos! —anuncia mi pequeña Liliana con ese tono de voz tan agudo que parece molestarle la garganta.
—¡Bienvenida de vuelta! —la saludo—¿La pasaste bien?
—Sí, mucho.
—Hemos pasado a cenar a un restaurante no muy lejos de aquí, así que no debes preocuparte porque tenga hambre—dice papá en su usual tono grave y afable—. ¿Tú ya cenaste?
—Por supuesto —miento, mostrándole una sonrisa honesta.
—Bien. Linda está en el auto, así que…
—Claro, no te preocupes. —Hago un gesto desdeñoso con una mano.— Gracias por cuidar de Liliana esta semana. Yo retomaré nuestra rutina a partir de mañana.
—¿Estás segura?
—Sí. En todo caso, te llamaré si necesito tu ayuda.
—De acuerdo —suspira, sacando su billetera del bolsillo trasero—. Te dejo dinero para el desayuno de mañana y… vengo en unos días para darte un poco más.
Asiento con la cabeza, tomando el dinero.
No me gusta que tenga que hacerlo, pero, de otro modo, habríamos perdido la casa desde hace meses.
—Saludos a Linda —le digo, tan sincera que me sorprendo, y él sonríe con una calidez que no le veía desde hace mucho.
—Descansen.
Mi hermanita y yo lo despedimos al pie de la puerta mientras vuelve a su auto, se sube en él y desaparece entre las casas poco después. Es entonces cuando volvemos adentro.
—Entonces —hablo—, ¿qué tal la semana con papá?
—Fue muy divertido. Vimos películas todas las noches, con palomitas y eso. Después de la escuela tomamos helado y Linda me ayudó con la tarea. ¿Sabías que ella estudió eso para diseñar casas? ¡Hace dibujos muy bonitos!
—Seguro que es espectacular —sonrío, divertida por la anécdota.
—¿Y tú? —Es su turno de preguntar—¿La pasaste bien con la abuela?
—Sí, sí. Jugamos cartas y vimos la novela de las siete. Fue muy divertido.
Ella suelta una muy dulce carcajada.
—No suena divertido.
—¡Pero hasta a ti te ha hecho gracia!
Casi siento que la noche va a marchar tranquila, con suavidad, que por fin podré dormir temprano. Y entonces veo su silueta en el pasillo; escuálida y agotada, sin rastro alguno de la mujer que un día irradió luz y seguridad.
—¿Era Marcus? —pregunta, en voz baja y rasposa, como quien ha gritado tres horas seguidas.
—Sí, pero ya se fue.
—Estaba con esa zorra, ¿verdad?
Aprieto los ojos.
—Se llama Linda, mamá. Y no es lo que tú dices.
—No me importa cómo se llama, igual es una puta.
—¡Mamá! —exclamo, mirándola con incredulidad. Liliana ha puesto cara de espanto; sabe que Linda no es como mamá dice que es, y eso la confunde demasiado. Sigue creyendo que debe estar de acuerdo con mi madre, pese a que le he dicho que no es necesario.
—¿Dónde estabas? —habla de nuevo.
—Li, ve a tu habitación, por favor —pido y la pequeña lo hace sin decir nada. Una vez escucho que su puerta se cierra, continúo—: Pasé la semana en casa de la abuela. Te dije que lo haría.
—¿Y Liliana?
—Se quedó con papá.
—Te he dicho mil veces que no la dejes ir con ellos —sisea—. ¡A ningún sitio con ellos dos!
—Ya hablamos de esto.
—No, escúchame —me señala con el dedo índice mientras su mandíbula se aprieta con mucha fuerza—, no permitiré que esa bruja se meta en sus cabezas como lo hizo con tu padre, ¿me oyes? ¡No lo permitiré!
—¡No está haciendo nada eso!
—¡Ah! ¡¿La defiendes de nuevo?!
—¡N-no, es sólo que las cosas no son como piensas!
El silencio se extiende entre nosotras y por un momento creo que va a hacer lo mismo de la última vez que discutimos, la semana pasada, cuando me gritó que me fuera de su casa y no volviera. Cuando tomé a Liliana y nos fuimos. Cuando creí que, junto a mi ruptura con Gabriel, me había pasado todo lo malo en la vida. Pero no lo hace; sólo se limita a mirarme con desprecio e incredulidad, como lo hizo con papá algún día, y después da media vuelta para volver tambaleándose a su habitación, a través del oscuro pasillo.