El miedo iba en aumento. La luna brillaba como el ojo de una criatura monstruosa que observaba implacable la escena desde lo alto. Francisco se sienta en el duro y frío piso de cerámicas, sujetando la mano de su hijo que se encuentra postrado en el suelo junto a él. Aquel hombre fuerte que jamás había sentido miedo en su vida, ahora lloraba amargamente como un chiquillo aterrado.
Puede oír a aquel horrendo ser merodeando afuera, intentando entrar y acabar con sus vidas. La sangre de su hijo pronto forma un pequeño charco en las relucientes baldosas grises. El sangrado no se detenía. Su rostro se veía alarmantemente pálido. No le quedaba mucho tiempo. Francisco tomó una decisión drástica. Fue hasta la cocina y puso en la estufa un enorme cuchillo de carnicero para que se caliente con las llamas. La hoja del cuchillo comenzó a arder rápidamente, hasta que su coloración cambió a roja. Volviendo con su hijo, tomo con cuidado su brazo y le quitó las vendas lentamente. Un gran chorro de sangre saltó hacia su rostro. La hemorragia era terrible.
–Perdóname hijo. Sabes que nunca te lastimaría. –Le dijo con dulzura al oído y luego apoyó el cuchillo incandescente sobre la herida. Un horrendo humo y olor a carne chamuscada llenaron el ambiente. El pequeño dio un fuerte grito de dolor y luego se desmayó. Su padre lo abrazó y lloró sentidamente. –Perdóname hijo. –Le decía mientras acariciaba su frente.
Afuera, la criatura pareció sentir el olor de la carne quemada y envistió con fuerza la puerta principal haciendo que las bisagras casi se desprendieran.
–¡Vete de aquí demonio! ¡Déjanos en paz maldita sea! –Gritó a su agresor nocturno, pero el gigantesco lobo seguía intentando entrar. Otra fuerte envestida en la puerta es seguida por poderosos arañazos hechos con esas terribles garras que se incrustaban en la madera de la puerta.
La bestia gruñía con furia, parecía disfrutar el sufrimiento que causaba. Los rasguños en la puerta hacían que grandes trozos de madera comenzaran a desprenderse. En poco tiempo la criatura podría entrar. Francisco comienza a arrastrar más muebles frente a la entrada, colocaba un pesado armario y la heladera que arrastra con dificultad desde la cocina. La bestia enviste otra vez la puerta, pero esta vez el impacto no causa el mismo efecto, ya no podría entrar por allí. El sonido de las pisadas del lobo parece alejarse. Francisco respira aliviado. Se acerca nuevamente hasta su hijo, la fiebre no cesaba, la horrible quemadura había detenido la hemorragia. –Eso es algo bueno. –Pensó el preocupado padre.
Levantándolo con cuidado lo llevó hasta el baño, lo colocó con delicadeza dentro de la bañera y comenzó a llenarla con agua, la suficiente para que cubriera su pequeño cuerpo, con la esperanza que su frescura bajara la temperatura. Con una esponja vertía chorros de agua sobre su cabeza y su frente y lo acariciaba con delicadeza. –Por favor resiste hijo.
El reloj anunciaba que apenas era la medianoche. Todavía faltaba demasiado para el tan ansiado amanecer. –Saldremos de esta, hijo. Te lo prometo.
Esas palabras fueron interrumpidas por el sonido del cristal de una ventana estallando en mil pedazos. El aterrador rugido de la bestia retumbó en el interior de la casa. Francisco salió del baño y vio horrorizado como el enorme brazo del hombre lobo entraba por la ventana principal e intentaba atrapar algo en el interior. Las gruesas rejas metálicas de la ventana impidieron a la bestia entrar. Entre los barrotes, los ojos enfurecidos del depredador observaban al aterrado hombre. Francisco se dio cuenta en ese momento que si quería salvar a su hijo debía pelear. Rápidamente tomó el gran cuchillo con el que había quemado la herida de su hijo, y dando un grito de ira que salió desde lo más profundo de su alma, se lo enterró en el negro brazo de la criatura. La bestia da un fuerte grito de dolor y retira su brazo. Con el cuchillo ensangrentado en su mano, Francisco observa como el lobo corre hacia la oscuridad.
–¡Vete de aquí maldita criatura del demonio! ¡Vete y no regreses! –Gritó el hombre enfurecido.
Las horas transcurrieron en el más absoluto silencio. Su hijo parecía estar mejor, la frescura del agua parecía mantener la temperatura a raya. No había rastros del horrendo ser. Francisco había colocado grandes tablones de madera en todas las ventanas de la casa. No permitiría que esa bestia entrara, sin importar lo que pasara, el defendería a su hijo.
Ya eran las tres de la mañana, en tan solo dos horas más el sol saldría en el horizonte y Francisco podría llevar al pequeño Pablo para ser atendido en el hospital.
El silencio absoluto es interrumpido de manera intempestiva por unos suaves golpes en la puerta. Francisco permaneció callado. Los golpes volvieron a repetirse.
–Por favor. Alguien puede ayudarme. –Suplicaba alguien del otro lado de la puerta.
Francisco no respondió.
–Por favor alguien que me ayude. Por favor. Déjenme entrar por favor. Hay algo aquí afuera. –Continuaban las súplicas desesperadas.
–Lo siento. No puedo dejarte entrar. –Respondió finalmente.
–Por favor. No puedes dejarme aquí. ¡Por favor!
–Lo siento. Debes irte. No te dejaré entrar. –Dijo Francisco mientras miraba entre las tablas que colocó en la ventana intentando ver quien tocaba a su puerta. Pero no pudo ver a nadie.
La voz del exterior finalmente se acalló, pero luego de unos instantes, esa misma voz comenzó a reírse. La risa sonaba cada vez más fuerte y su tono fue cambiando hasta volverse en una voz siniestra y cavernosa.