Locura de amor

-10-

 

—Es… grande –dijo Heather, mirando en derredor la habitación de Raphael, con las finas zapatillas en la mano, y caminando descalza.

En el centro del dormitorio y apoyada en un pequeño muro blanco se hallaba la cama, de madera oscura, sábanas blancas y de un tono verde olivo. Los ventanales guiaban a una terraza con mesa de desayuno y daban vista al jardín con piscina. Había cuadros decorativos, cortinas blancas que ahora estaban corridas y una araña de cristal pendía del alto techo. Una puerta estaba entreabierta y  Heather, curiosa, la terminó de abrir. Conducía a una especie de biblioteca privada, con televisor y equipo de audio, y en un rincón, un aparador con una colección de lo que parecían autos de miniatura.

Admirada, Heather se acercó a mirarlos.

—Son… ¿son juguetes?

—No, cariño. Son autos a escala –contestó Raphael con media sonrisa—. Una afición mía.

— ¿Cuántos tienes?

—Sólo cuarenta y siete. Es que soy bastante caprichoso con eso.

— ¿En qué sentido?

—Sólo adquiero los que cumplen ciertos requisitos, como la escala a la que están hechos, los detalles… y los modelos.

—Son preciosos.

—Me alegra que te gusten. Los colecciono desde niño. Empecé con el abuelo –Heather se giró a mirarlo. Él estaba apoyado en el dintel de la puerta, sin la corbata, en mangas de camisa y las manos metidas en los bolsillos en una pose relajada—. Una vez que viajamos juntos, vio uno en un aparador y me preguntó si me gustaba. Yo tenía diez años, claro que me gustaban, y me lo compró. Allí empecé.

Caminó hasta el aparador y tomó un pequeño auto de color azul cobalto de sólo dos plazas y de aspecto bastante antiguo—. Es éste. Un Ford Thunderbird, primera generación.

—Se ve tan… nuevo.

—Lo mandé restaurar. De niño jugaba con él, así que tenía unas cuantas rozaduras.

Heather tomó el pequeño automóvil en sus manos con mucho cuidado. Aquella era la clase de cosas que se originaban sólo por tener una familia, por tener un nieto al que amas. Un detalle muy sencillo, pero tan lleno de recuerdos y significados.

Dejó el Thunderbird en su sitio y miró en derredor. Había una pintura de Ralph, Cinthya y Richard de niño que la llamó como si le hubiese gritado.

—Qué guapos se ven todos. ¿Por qué no está en la sala?

—Porque el abuelo decía que no correspondía –Heather lo miró extrañada—. Él opinaba que el cuadro que debería estar abajo es el de papá, mamá y mío. Pero ya sabes, no se dio así.

Heather respiró profundo mirando el cuadro. Algún día, se prometió, en la sala estaría el cuadro de ella, Raphael, y el hijo que tuvieran. Algún día.

Volvió al dormitorio y dejó caer las zapatillas en la alfombra.

—Es muy amplio aquí.

—Sí, podemos jugar a la carretilla si queremos.

— ¿A la carretilla? ¿Qué juego es ese?

— ¿De veras no lo sabes? –Heather sonrió negando, y la sonrisa maliciosa de él le dio una idea aproximada de lo que era el juego de la carretilla. Abrió grande su boca.

— ¡Eres un…!

— ¿Un diablillo?

— ¿La carretilla? ¿En serio?

—Ya sabes, si la carretilla es muy bonita y el carretillero tiene buen estado físico, el juego durará bastante.

—No lo puedo creer, ¡qué imaginación tienes! –él se aproximó de repente para besarla, y sonriendo le señaló la cama con la cabeza.

— ¿Probamos con la carretilla estática?

—Parece un buen juego para empezar –él la giró entre sus brazos, poniéndola de espaldas, y le bajó con mucho cuidado el cierre de su vestido. Este cayó al suelo, y Raphael comprobó que ella sólo llevaba bragas. El vestido no permitía un sostén, y tampoco llevaba medias.

Sin tocarla apenas, él se inclinó a ella y besó la piel de sus hombros. Ella estaba muy quieta, y apenas respiraba, así que suavemente la volvió a girar a él. Tal como sospechó, tenía los ojos cerrados. Sonriendo, besó sus pestañas.




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