Interludio I:
ELEANOR ARMITT.
El salón estaba tan ruidoso como cualquier día. Teníamos sólo catorce años, éramos unos niños entrando en la adolescencia y acostumbrándonos a todas las responsabilidades que eso conllevaba. Mis compañeros hombres jugaban a las cartas mientras que nosotras compartíamos algunos chistes que rondaban por la escuela. Sin embargo, cuando la maestra ingresó al salón, todos nos callamos de inmediato.
Tras ella, venía un chico desconocido que parecía tener nuestra misma edad. Su piel era tostada y su cabello castaño tenía ondas que lo hacían parecer de esos galanes que veías en televisión. Era alto y sonreía a todos encantadoramente. Junto a Birdie podíamos escuchar los suspiros de nuestras compañeras, y a quién engañábamos, nosotras también suspiramos.
La maestra de matemáticas lo presentó como Aiden Burgess, y él contó que recientemente se había mudado con su familia a Great Barrington desde San Diego. Se sentó junto a Gabriel, uno de nuestros compañeros, y para el recreo todos nuestros compañeros querían conversar con él.
Su cabello curvo parecía haber causado sensación.
Esa tarde, luego de clases, llegué a mi casa con la sorpresa de que Aiden Burgess era el nuevo vecino del frente. Tuve que disimular mi felicidad al escuchar aquello frente a mis padres y hermanos, no quería parecer una acosadora.
La primera vez que intercambié palabras con él fue dos semanas después de haberlo visto en clases. Recuerdo que estaba en el parque de nuestro vecindario escuchando música a través de un iPod mini verde, de los primeros que habían salido en 2004. Ni siquiera era mío, se lo había sacado a mi hermano mayor a escondidas.
Movía mi cabeza de un lado a otro al ritmo de Bon Jovi mientras me mecía sobre un columpio cuando Aiden se sentó en el otro, a mi lado izquierdo.
—Hola —me saludó y yo, en total shock, detuve la música—. Soy Aiden, voy en tu misma clase.
Claro que iba en mi misma clase, estaba siempre pendiente de él, ¿cómo me podría olvidar de su lindo rostro?
Asentí enternecida de que él creyera que no lo conocía.
—Soy Eleanor Armitt —me presenté dándole la mano. La estrechó con delicadeza y luego sonrió. Nunca olvidaría esa inocente y atractiva sonrisa.
Desde esa tarde, nos volvimos muy buenos amigos.
Comenzamos a irnos juntos a clases, ambos en nuestras bicicletas. También nos veníamos juntos a nuestros hogares. Íbamos al cine junto a Gabriel (quien pronto se convirtió en su mejor amigo) y Birdie, mi mejor amiga. Me enseñó a tocar la guitarra y yo intenté enseñarle a tocar piano, pero él se rindió demasiado rápido. Además, logró que me hiciera fanática de Green Day.
Cuando Aiden cumplió quince años, ya éramos los mejores amigos de la vida. Sus padres le habían organizado una fiesta a la que asistió toda nuestra clase, Aiden no se llevaba mal con nadie.
Luego de consultar con su familia, mi obsequió fue un pequeño gato al que él llamó Ramón. Él justificó que ese nombre era en honor a un personaje ficticio de una comedia mexicana. Estoy segura, hasta el día de hoy, que Ramón fue el mejor regalo que pudo haber recibido.
Nuestra amistad, con el paso de las semanas, se volvió más estrecha de una manera muy diferente. Ambos estábamos seguros de que existía una atracción romántica mutua.
Yo di el primer paso en el verano del 2005. Estábamos sentados en el parque donde nos hablamos por primera vez y en medio de su argumento sobre por qué American Idiot era el mejor álbum de Green Day, lo besé. Él se sorprendió al principio, pero no tardó en corresponderme. Esa misma tarde nos volvimos novios.
Él me hizo muy feliz. Estoy muy feliz de declarar que Aiden Burgess fue mi primer amor.
Recuerdo que, sin importar la hora que era, siempre estaba pendiente de mi bienestar sin que yo siquiera se lo exigiera. Sus sonrisas aniñadas eran los mejores remedios para esos malos días que yo, como la adolescente dramática que era, solía tener. Y nuestras citas eran los mejores eventos.
Incluso apoyaba mis ridículas e infantiles ideas de usar los mismos pares de zapatillas; Converse All Star negras. O que, después de clases, volviéramos a casa caminando cuando fuese otoño sólo porque me gustaba el sonido que provocaba el pisar las hojas secas que desprendían los árboles.
Crecimos juntos, tuvimos una hermosa historia que tuvo que terminar.
Cuando salimos de la preparatoria, tuvimos que separarnos. Yo fui aceptada en Brown y Aiden en Cornell. Estábamos a más de cinco horas de distancia.
—Podemos hacerlo funcionar —me rogó Aiden con los ojos llenos de lágrimas. Yo negué, secándome las lágrimas con la manga del polerón que usaba, el que una vez perteneció a Aiden.
Estábamos en medio de la calle que dividía nuestras casas. La brisa nos erizaba los cabellos, era de noche; al día siguiente él se marcharía a Ithaca y yo a Providence, era ahora o nunca.
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Editado: 19.08.2021