Los Caballeros de la Causa Pérdida

II

Miró encima de las copas de los árboles de un claro el cielo rosa mañanero. Estaba tendido sobre de su abrigo de cuero en la que había pasado la noche entera, sin cobija ni cobertor que le cubriera del frio. No le era posible sentir el frio o el calor, no existía diferencia entre ambos. 
Se levantó estirándose. Agito su abrigo, cubierto de hierba y polvo, se cubrió con  él y recogió del suelo un sombrero negro, colocándoselo. Como un perro empezó a  olisquear el claro arbolado; una niebla flotaba alrededor; todo estaba quieto,  silenciosamente tranquilo. 
Suspiro. 
Montó a su gran caballo negro que pastoreaba atado a una rama de un pino. Se adentró en el bosque de alrededor. 
Cabalgó hacia abajo por una pendiente, tambaleándose con cuidado; vigilando que en la hojarasca otoñal no se tropezara con una raíz sobresaliente. Las ramas sin follaje hacían débiles sombras como manos sobre el pasto seco de un amarillo brillante.  
Los animalitos salvajes huían y lo pájaros silvestres volaban al percibir al jinete sombrío. 
El desconocido salió de la arboleda a un camino empedrado y bien cuidado, marginado de la hierba por surcos profundos. En otros tiempos, más gloriosos, este era un camino más frecuentado, de mayor importancia. Miro ambos lados de la senda, no había nadie a lo largo de un trecho. 
El sol subió, las nubes grises de la mañana se disipaban en el cielo de un azul  claro. El desconocido apresuro el paso, espoleo al caballo y corrió más rápido, resonando las herraduras sobre las piedras planas. Debía llegar a un lugar antes del  atardecer. 
Atravesó campos de cultivos y grupos de árboles pequeños, internándose por en colinas y cerros boscosos. En los lados, rebaños de borregos pastoreaban junto a las casas de adobe de los campesinos. En los valles y cuencas, se veían de un fugaz momento, aldeas y ciudades en ruinas, cementerios sin lapidas ni monumentos y estatuas de marfil blanco abandonadas, despojos y recuerdos de las guerras entre el Imperio Aztlánteca y los Reinos del Norte, y la conquista del nuevo continente. 
Se detuvo, se levantó sobre los estribos. Al final del camino, sosteniéndose un  puente viejo de piedra gris llevaba a una isla, rodeada de un muro de piedra  imponente, como un acantilado en el océano. El puente estaba bloqueado por un portón  de hierro, lo cuidaban unos guardias empuñando dagas largas y vestían petos  redondos.  
El desconocido bajó del caballo, desenfundó uno de los revolver y disimulado la guardó en el pantalón; llevó a la montura por las riendas, cabizbajo, ocultando el  rostro deformado. 
Los soldados, lo detuvieron a poco llegar. 
— ¿Qué va a hacer, usted? —dijo uno de ellos, un jayán y fornido. 
—Posada esta noche—mintió el desconocido con una voz metálica y  desagradable. 
—Pues aquí no hay—dijo otro, un galgo y escuálido—. Vete a otro lugar. 
—Pagare bien—dijo inseguro, el extraño mostro una bolsita de piel llena de  monedas. 
El galgo le arrebato la bolsita, fisgoneo el contenido, hizo un gesto arrojo la  bolsita al agua.

—No queremos tus estupideces—rugió, sacando la daga—. Largo  
—Necesito entrar. Tengo un asunto muy importante que atender. Abran la  puerta, ahora. 
— ¡No entiendes que no es no! —exclamo otra vez el escuálido. 
El jayán en silencio, indiferente. 
—Todos los astañoles son sordos—dijo un tercer soldado, picado por la viruela, le reconocido el acento al desconocido—. Ya oíste largo. 
Los soldados, nacieron mestizos, odiaban a los astañoles de sangre pura por su superioridad y petulancia. El desconocido venido Astaña, ignoro al galgo y su compañero picado, aun con la cabeza agachada. 
—Debo entrar—dijo agresivo—. El Primordial me ordeno venir y hablar con el arzobispo, ahora haceos a un lado. 
El jayán sonrió, asintió  
El picado sometió al extraño por los brazos; el galgo le apuntaba amenazando con una daga el pecho. El jayán se impulsó, golpeo al astañol en el estómago. 
—No queremos a ningún astañol—exclamó, se impulsó, golpeo otra vez en el mismo lugar. 
—No te escucha tiene herpes en los oídos—se burló el último soldado, chaparro. 
Todos rieron. 
—Pues entonces le hare otro hoyo en la cara para que escuche—exclamo el galgo acercándole la punta a la daga. 
De repente el desconocido se revolvió en su sitio, librándose de las manos del picado; se lanzó al ataque, aparto la daga de él, golpeo al galgo en la nariz hasta aplastarla, abatiéndolo. El picado lo agarro por la espalda, tratando de ahórcalo, pero  el extraño le dio un cabezazo con la nuca, se volvió, pateo la rodilla del picado, le pegó  en el estómago y la cabeza, noqueándolo. El jayán desenvaino la daga y el chaparro  soplo una trompeta que guardaban pidiendo ayuda, también desenvaino una daga.  
Ambos hombres esperaron, aferraban las navajas, exhalaban nerviosos… atacaron. El desconocido sujeto la pistola. Disparo. El jayán cayó muerto. El chaparro lo alcanzo,  dio una estocada en el torso, falló. Rápido, soltó la daga, se acercó más, con una mano  trato de agarrar la pistola y con la otra la muñeca del extraño, mientras lo pateaba con las rodillas. Forcejearon, revolviéndose y agitándose. 
El chaparro vio su oportunidad, le dio un cabezazo al extraño, haciéndolo retroceder hacia el caballo. El soldado se volvió al desconocido, no lo miro bien antes,  ahora bajo la luz del sol, evidentes, veía las deformidades.  
Sin sombrero que le tapara. El extraño era más alto que cualquier hombre,  fuerte y esbelto, de cabellos negros como la noche sin estrellas, el rostro humano lleno  de escamas de un color pálido verdoso, cicatrices horribles le cruzaban la faz, los ojos  de una serpiente; el iris verde brillante y la pupila en vertical como un abismo negro  endemoniado.  
El ser miró al soldado con los ojos de serpiente. Apunto, disparó. Se escuchó un grito muerto y agonizante. El chaparro respiraba inquieto, gimiendo, sobre un charco  rojo. Se hizo un silencio corto. Salieron gritos del otro lado del portón, el titilar del metal y los golpes sordos de las botas de cuero y hierro. En el muro surgieron ballesteros y mosqueteros listos para disparar al extraño. El portón se abrió, más soldados salieron rodeándolo con un muro de espadas y lanzas, bloqueándole las salidas. 
— ¡Tira tu arma, monstruo! —gritó uno que parecía el líder— ¡Tíralas, bestia, no puedes contra todos!



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En el texto hay: mitologia, accion, aventura

Editado: 25.10.2020

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