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En un pueblo chico, en un ambiente cerrado como el del turismo, las noticias corren como fuego con buen viento en un pinar. Ni los choferes ni los guías se sorprendieron de que no los invitara a tomar unos mates antes de salir, como indica el ritual de la buena excursión. Supusieron que estaba apurada por irme al velatorio. Les di las órdenes de servicio, una que otra indicación y me fui apurada en dirección opuesta a la cochería. Media hora después estaba de vuelta en la playa.
Detrás de los matorrales todo seguía igual y no había señales de la chica. Opté por sentarme en las rocas de la orilla a esperar. El viento era un poco frío, pero el sol empezaba a dejarse sentir. Ignoraba cuánto tendría que esperar, sólo sabía que no podía moverme de ahí. Saqué el celular y empecé a leer lo que me había mandado mi hermana. Había información que ya conocía y varios datos interesantes. Así que había hecho bien en llevar el agua bendita. Mi tía Isabel aseguraba que rociarme a mí misma con ella haría que el demonio no me pudiera tocar. Se refería a contacto físico directo: mi piel impregnada de agua bendita lo quemaría. Era algo, aunque mi pesimismo innato señalaba que un demonio de ese nivel no precisaba agarrarme para lastimarme. El último mensaje me sorprendió: mi abuela Clara pedía que la llame.
¿Clara?, repetí, tratando de ubicar a quién se refería. Lo que nosotras llamábamos familia abarcaba, en ese momento, a casi trescientas mujeres de todas las edades repartidas por toda América Latina. En la mayoría de los casos, el parentesco era tan lejano que podía decirse que no existía. Lo que nos vinculaba era nuestra función común como cazadoras. Por eso apelábamos a los genéricos. “Prima” era cualquier cazadora de mi misma generación que no fuera una de mis hermanas. “Tía” eran las de la generación de mi mamá, y “abuela” las de la generación anterior a ésa. Clara. ¿A quién se refería mi hermana? Por las dudas, busqué en mis contactos. Por supuesto que había una abuela Clara. Y por el número, ni siquiera vivía en Argentina.
“¿Quién es la abuela Clara?,” le pregunté a mi hermana. La respuesta llegó en menos de un minuto: “La vidente, estúpida. Llamala de una vez.” Fruncí el ceño. No por la suavidad de mi hermana, que era tan parte de ella como sus huesos. Ahora recordaba a la abuela Clara. Prendí un cigarrillo, los ojos todavía fijos en el celular. ¿Qué podía haber visto para pedirme que la llame a su retiro, en Perú? Nada bueno, seguramente.
—Tranquila, Lucía, no tengas tanto miedo —fueron sus primeras palabras, apenas atendió. Hubiera preferido que no dijera “tanto”—. Lo que tienes que hacer hoy es sellar a la bruja. Nada más.
—Pero el demonio…
—Evítalo. Todavía no estás en condiciones de enfrentarte a él sola.
Interpretó bien mi silencio y dejó oír una risita cascada que me devolvió su imagen, borrosa por los años. La abuela Clara, sí. La había conocido en la cacería de iniciación de mi hermana Julia, la menor de nosotras tres. Era costumbre que “las abuelas” trataran de ir al menos a una iniciación en cada generación de un núcleo familiar. Una vidente peruana que vivía con el fantasma de su primer amor en una casita en las montañas de Urubamba, cerca de Machu Picchu. Una viejita dulce y de apariencia frágil. Que había descuartizado a un demonio nivel cuatro sólo con el poder de su mente. Me hizo acordar a la película de la verdadera historia de Caperucita Roja, con la abuelita campeona de deportes extremos. Su vocecita me devolvió a la realidad.
—Aunque nunca se haya mostrado hasta ahora, hace tiempo que ese demonio ronda tu hogar. —Se refería a mi ciudad, el lugar que me correspondía proteger—. Anda atrás de otra cosa y acudió a este conjuro sólo por diversión. Concéntrate en sellar a la bruja y no te arriesgues en vano. Aunque tengas que escapar corriendo, lo que importa es que sigas viva. Ya vas a volver a encontrártelo.
Gracias, me quedo mucho más tranquila, pensé.
—¿Qué clase de demonio es, abuela? Adivino que es antropomórfico, pero no estoy segura de nada más.
—No lo sé, Lucía. No consigo verlo con claridad.
Cerré los ojos al escucharla. Un demonio que pudiera ocultarse a sus visiones era…
—Ni siquiera parece un demonio de sangre pura, sino una criatura demonizada.
—¿Un Condenado?
—No. Es demasiado poderoso para haber nacido humano. Lo que sí puedo adivinar es que se demonizó por propia voluntad. Y eso lo hace más peligroso.
Hubiera cortado en ese mismo momento. Cada nuevo dato me provocaba un escalofrío. Su voz volvió a rescatarme.
—No estás sola, Lucía, y es importante que lo sepas. Tu tía Matilda ya está organizando una cadena de oración por ti. Actúa sin miedo, pero con mucha cautela. Te corre la vida en eso. Apenas sepa más de esta criatura, te enviaré un mensaje.
¿La abuela Clara usaba celular? ¿Y para qué me había hecho llamarla, larga distancia internacional?
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Editado: 01.03.2022