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Se acercó con lentitud deliberada, observándome sin dejar de sonreír.
—Tantos deseos frustrados en ese corazón. ¿No querés pedir siquiera uno? —Soltó una risita que me empujó un paso hacia atrás—. Ya viste que el precio no es tan desagradable como lo pintan.
Era el momento perfecto para dar media vuelta y salir corriendo, tal como aconsejara la abuela Clara y como suplicaba mi instinto de conservación. Pero cuando quise moverme, descubrí con horror que mis piernas no me obedecían: estaba clavada al suelo como si tuviera los pies en un bloque de cemento.
—Qué gracioso. Le tenés miedo a tus propios deseos.
Apenas presté atención al detalle de que parecía capaz de leer mi mente. Sentí el sudor que me resbalaba por la cara y bajo la ropa. No lograba mover mis pies siquiera un milímetro, y el demonio estaba a sólo cinco pasos. Los brazos todavía me obedecían, y los levanté hacia él manteniendo las hojas cruzadas. Percibí el calor en mi cintura, proveniente de la Cruz. Él se detuvo con otra de sus sonrisitas irónicas y meneó apenas la cabeza.
—No creerás que podés hacerme daño con eso.
¡Con que me proteja basta y sobra!
Extendió apenas una mano hacia mí y sentí que las falanges de mis dedos cedían, dejando caer las espadas, y luego perdían toda sensibilidad como mis piernas. Un tirón brutal, invisible, separó mis brazos y los mantuvo abiertos en cruz. Los músculos de mis hombros se quemaron en un ramalazo de dolor.
No sé por qué mi mente eligió ese preciso instante para registrar la situación como una fotografía. ¿Tal vez porque pensé que era lo último que vería? La brujita tirada junto a los matorrales, el brillo naranja y el ruido difuso del tránsito que llegaban desde la ruta, el rumor constante del agua. La luna que se levantaba sobre el lago, proyectando mi sombra y la del demonio delante de mí, hacia la pared del acantilado.
Sus ojos rojos destellaron divertidos. Estiró un poco más su mano. Supe que su intención era alcanzar mi cuello. Cerré los ojos y me concentré en el calor de la Cruz. Como si fuera un hilo de luz, me aferré a él con todas mis fuerzas. Mi instinto me decía que si lograba llevarlo hasta mi pecho y mis hombros, recuperaría al menos el control de mis brazos. Tiré de él hacia arriba, esperando todo el tiempo el apretón lacerante de esa garra en mi garganta.
Lo oí gruñir contrariado. Me animé a mirarlo y lo encontré de pie a dos pasos, al otro lado de una tenue cortina de luz. Mis brazos cayeron a mis costados y me temblaron las rodillas. Intenté sacar la Cruz pero no llegué siquiera a tocarla. Con otro gruñido rabioso, su garra me alcanzó en plena cara y me arrojó a varios metros, contra un árbol que seguramente era menos duro que la roca, pero que igual me hizo crujir todos los huesos cuando choqué con él y me dejó atontada de dolor.
Conseguí llevar una mano a mi cintura y no encontré nada. Entonces vi que la Cruz había caído al suelo fuera de mi alcance. Alcé la vista desesperada. El demonio se acercaba con su andar elegante, la sonrisita colgada de su boca, revelando unos colmillos aguzados que antes no había advertido. Traté de gatear hacia la Cruz, porque estaba segura de que mis piernas no me iban a sostener. Él llegó primero y la pateó a un costado.
—Ups —murmuró, siempre burlón.
Retrocedí sentada hasta aplastarme contra el árbol. Ahora sí estaba perdida. El demonio se detuvo con una sonrisa pensativa.
—¿Sabés? Me gustaría acogotarte como a la gallina que sos, pero no tengo ganas de chamuscarme ni una uña por tu culpa —dijo, coloquial.
Adelantó una mano mostrándome la palma, los dedos extendidos hacia arriba, y su sonrisa se torció al tiempo que sus ojos refulgían. Mil agujas de fuego me traspasaron el cuerpo. Escuché mis propios gemidos mientras me retorcía de dolor. Mi vista se nubló cuando las agujas se hicieron puñales que me atravesaban de parte a parte. Y percibí un perfume fresco que se imponía al olor a azufre.
Fantástico, la muerte huele bien, alcancé a pensar, hecha un ovillo y revolcándome en vano, incapaz de desear más que el fin de aquella tortura.
Entonces el dolor se extinguió. Abrí los ojos jadeante, tratando de ver algo. El demonio seguía ahí pero ya no me miraba. Las llamas rojizas de sus ojos se habían fijado más allá de mí, y descubrí aturdida que algo ocultaba la luz de la luna.
Fue cuestión de un par de segundos.
Una sombra se proyectó frente a mí. Un hombre tan alto como el demonio. Pelo largo y lacio que se mecía en la brisa, envolviéndome en ese perfume desconocido, refrescante como la lluvia en el bosque, dulce como la primera flor después del invierno.
El demonio retrocedió con un gruñido y me dio la espalda. Fue hasta la brujita, la levantó de un brazo como si fuera una muñeca de trapo y volvió a mirar en mi dirección. Pareció a punto de decir algo. Bajó la vista hacia mí por última vez y se desvaneció en las sombras, llevándose a la chica.
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Editado: 01.03.2022