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Refugio Lynch, cerro Catedral (1800 mts snm)
Pedro y yo no nos sorprendimos de que Lucía se evitara venir a Catedral con la excusa de sus pendientes en la oficina. Iba a tener que pasar casi toda la semana con el grupo, así que era obvio que querría aprovechar esa tarde, sobre todo con su consabida adicción maníaca al trabajo.
Ese año había nevado tarde y la temporada de esquí todavía no había cerrado a pesar de que mediaba octubre, así que el cerro estaba bastante concurrido. Nos llevó un rato subir hasta el Lynch pero la espera valía la pena. En una tarde como ésa, una cerveza al sol en la terraza rodeada de nieve era un verdadero privilegio. Apenas pude desprenderme del grupo, fui a saludar a algunos conocidos en la aerosilla. Me alegró encontrar ahí a Nahuel, un guía de la última camada que hacía el invierno como patrullero. Tomaba mate con los silleros, las tablas apoyadas ahí cerca y ni la menor intención de trabajar por un rato. Cuando le di la mano, la retuvo mirándome con intensidad. Su cara tostada por el sol y la nieve se tensó un instante, después se arrugó alrededor de los ojitos brillantes, los labios se fruncieron entre el bigote y la barba con una sonrisa, y asintió, soltando mi mano.
—Así que te despertaste, nomás —dijo, en voz tan baja que tres semanas atrás no lo hubiera oído.
Me envaré y su sonrisa se acentuó. Comprendí que lo había hecho para probarme, y que acababa de confirmar lo que trataba de saber. Entonces lo miré con atención. Ver el aura de la gente puede deparar más de cuatro sorpresas desagradables, y en los últimos días había logrado aprender a bloquearlo a voluntad. Ahora simplemente entorné los párpados, apunté los ojos al hombro de Nahuel, y esa segunda vista se desplegó de inmediato. Contuve el aliento al descubrir el nimbo claro y brillante que lo rodeaba. Su risa baja, cálida, me hizo reaccionar.
—Vení, te invito una cerveza —dijo, parándose, y me palmeó el hombro para empujarme de regreso hacia el refugio.
—Estoy trabajando —respondí con gravedad, y reímos juntos como solíamos.
Una de las ventajas de ser guía es que en general te atienden sin necesidad de hacer la cola con los turistas y los esquiadores. El Lynch no era la excepción, y pronto nos sentamos con nuestras cervezas en un rincón, rodeados por una multitud en constante movimiento.
—Antes que preguntes nada, soy un mortal común y corriente —se anticipó Nahuel.
—Claro —sonreí, irónico.
Chocó su lata con la mía, tornó a mirar hacia afuera por el ventanal y suspiró.
—Bueno, un poco raro sería la definición más acertada, pero humano. —Me enfrentó sonriendo de costado—. Tengo esta… facilidad, ¿sabés? Veo a la gente. Su verdadero ser. —Se encogió de hombros como si eso completara su explicación—. Por eso hacía rato que sabía que no sos un mortal común y corriente. Y que vos todavía lo ignorabas. No sé qué serás realmente. Nada que yo haya visto antes, eso seguro. Pero no me importa. Para mí es suficiente con ver que no venís de abajo.
De allá no vengo pero allá voy, pensé con amargura. Me limité a asentir, esperando que no pudiera ver lo que sentía. Nahuel me observó un momento en silencio, como tratando de decidirse a hablar.
—Las cosas no andan bien, ¿sabés? —dijo luego, en un tono muy diferente a su habitual acento vivaz—. Hay alguien alborotando.
Asentí sin mirarlo, la vista perdida en las montañas allá afuera, blanco centelleante contra el cielo despejado. Yo tenía un nombre para ese alguien. Mi silencio impuso otra pausa.
—Escuché por ahí que hay alguien cuidando la zona. —Sus ojos hicieron la pregunta no formulada. Volví a asentir—. Pero hay mucha vibra densa en el ambiente, si entendés a qué me refiero. No creo que vaya a durar mucho solo.
—No está solo —gruñí, terminando mi lata de un trago.
Me observó un momento más, después asintió con una sonrisa tensa, breve. Mi afirmación parecía haberlo tranquilizado.
—Lucas, yo… Cualquier cosa que necesites… No sé si puedo ser útil, pero…
Me paré sonriendo. —Tenés mi número, ¿no? Avisame si te enterás de algo. Eso ya es más que útil.
Le tendí la mano por encima de la mesa. Me saludó sonriendo de oreja a oreja, al parecer muy contento por mi respuesta. Salí a ver en qué andaban mis pasajeros. Aproveché que los tenía a todos en mi campo visual y entretenidos para ir a sentarme un rato al sol. El llamado de Majo me sobresaltó. Me había adormecido sin darme cuenta. Y sus palabras me hicieron parar de un salto. Corté a medio camino de la mesa donde Joaquín charlaba con otros tres gerentes.
Por suerte no le pareció mala idea adelantar la bajada para evitarnos colas eternas en los medios de elevación. Por suerte los silleros nos dejaron colarnos con toda naturalidad. Por suerte pude bajar solo el primer tramo, y disponer de esos minutos para recuperar por completo la calma.
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Editado: 01.03.2022