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puesta de luna llena al amanecer en Bariloche
Pedro se mostró contento de que nos fuéramos antes de que se armara el embotellamiento cotidiano a la salida del cerro. La ruta no estaba muy cargada y en cuarenta minutos estábamos en el centro. En la oficina, encontré a Mauro explicándole a Majo algo sobre una cuenta, sentados con las sillas pegadas y perdiendo más tiempo en mirarse que en prestar atención a la cuenta. Me obligué a contener mi impaciencia, pero Majo notó que me pasaba algo. Alegué cansancio, aun sabiendo que no me iba a creer del todo.
Acepté el mate que me ofrecía Mauro para hacerse el buen yerno. —¿Querés que te lleve a casa, nena? —ofrecí.
Ella vaciló. Mauro asintió sonriendo, subiendo la apuesta a yerno virtuoso.
—Es que ahora empieza a entrar gente a comprar —dijo Majo—. Si no te molesta, prefiero quedarme a ayudar.
Señalé con dedo amenazador a mi amigo.
—Que llegue a casa temprano.
—Sí, cariño —rió él.
—Temprano a la noche, no temprano a la mañana.
—¡Papá! —exclamó Majo, colorada como una manzana.
Me tomé un momento para darle un beso a mi hija y golpear un poco a Mauro, cosa que no me tomara por suegro complaciente. Cinco minutos después aceleraba pasando el Monolito, mientras la noche se extendía sobre el lago.
Estuve a punto de provocar un choque en cadena cuando vi al hijo de Lucía en la parada del colectivo cerca de su casa. Logré bajar a la banquina sin atropellar a nadie, ignoré las puteadas de los que venían detrás de mí, me bajé de un salto y crucé la ruta en dos pasos. Ariel se sorprendió al reconocerme, pero yo no tenía tiempo para formalidades.
—Hola, Ariel. ¿Tu vieja está en tu casa?
—N-no, ¿por?
—¿Tenés idea dónde fue?
Su instante de vacilación fue un balde de agua fría que me forzó a serenarme. ¡Sabe que es cazadora!, comprendí, incrédulo. Me obligué a sonreír para disipar sus dudas. Surtió efecto, dándole la oportunidad de esquivar mi pregunta.
—¿Pasó algo? —preguntó a su vez.
—Boludeces de la oficina —me apresuré a mentir. No entraba en mis planes preocuparlo y meneé la cabeza cuando sacó su celular—. No hay drama. Mauro y yo la piloteamos. —Señalé hacia adelante con otra sonrisa—. Ahí viene el colectivo. ¿Vas al centro?
—Sí, a casa de un amigo, y de ahí a lo de papá.
Todos retrocedimos cuando el colectivo bajó a la banquina para detenerse en la parada.
—Portate bien.
Le guiñé un ojo y asintió riendo. Antes de que el colectivo volviera a arrancar, yo ya estaba a medio kilómetro de ahí y acelerando. No dejaba de asombrarme que Ariel estuviera al tanto de las actividades extracurriculares de su madre. Pero en ese momento podía darle un solo significado: no habría nadie en su casa en condiciones de darse cuenta si algo iba mal. Nadie que pudiera pedir ayuda por ella. Cosa que ella, con su orgullo astronómico, no haría nunca.
Fueron los veinte kilómetros más largos de la historia. Al fin pude estacionar al costado de la ruta, desierta en esa zona ahora que el tránsito turístico había terminado hasta el día siguiente. Un momento después corría por el Sendero hacia la playa que habíamos visitado esa misma mañana.
Apenas me interné entre los árboles, percibí la energía en movimiento allá adelante. El aura oscura, turbulenta de Blas, que parecía crecer para inundar el bosque en sombras. Y el aura de Lucía, más diáfana de lo que jamás la percibiera antes, radiante pero debilitándose a cada momento. Reconocí la energía de su amuleto y me sorprendió darme cuenta de que ambas estaban entrelazadas, fundidas en una. Me negué a preguntarme qué haría cuando llegara a ellos, porque la única respuesta era que no tenía la menor idea.
De pronto el poder de Blas estalló, alcanzándome como una onda expansiva que me hizo vacilar. La energía de Lucía se alzó ante el ataque, un rastro de luz inequívoco que luego menguó hasta casi desaparecer. Traté de correr más rápido y maldije estos músculos humanos que no me permitían desarrollar más velocidad.
Entonces todo cambió. Por un segundo sentí el viento azotarme la cara con fuerza, y que mi pelo se enredaba a mis espaldas. Alcancé a advertir que los árboles a ambos lados del sendero se convertían en un muro borroso, mis pies apenas tocaban la tierra húmeda, los faldones de mi uniforme me golpeaban las piernas. Después, nada. Perdí toda percepción sensorial inmediata. Todo a mi alrededor se hizo claro como en pleno día y el aire ya no me ofrecía resistencia.
Más tarde llegué a la conclusión de que mi parte sutil se había impuesto a mi cuerpo físico, envolviéndolo como una coraza o una cápsula, para permitirme actuar acorde a la situación. De momento, sólo fui consciente de que podría llegar a tiempo, porque Lucía ya estaba agotada y era incapaz de seguir defendiéndose.
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Editado: 01.03.2022