Los chicos sin hogar

(20) Relojes costosos (parte 2)

Pesadillas despiertas...

Resse.

Miré la hora en mi reloj.

Era tarde, y Ossi debía estar por regresar.

Tenía que volver.

Me levanté de aquella banca, observando a una niña pequeña pararse junto al árbol de navidad y comenzar a sacudir las cajas de regalos bajo este.

Sonreí inevitablemente.

Con esa imagen en mi cabeza, comencé a encaminarme a la salida.

Metía mis manos dentro de los bolsos de mi abrigo.

El frio viento del invierno se colaba por el centro comercial gracias a las enormes puertas que se encontraban abiertas al público. El aire llevó mi cabello hacia atrás, despeinándolo, así que mientras caminaba, con una mano trataba de alaciar mi cabello, acomodándolo.

Entonces, frente a mí, entre las tantas personas en el camino, me pareció ver a alguien conocido.

Pare en seco al pensar en las posibilidades de que fuera esa persona.

La gente pasaba de un lado a otro con bolsas de compras y sus hijos, impidiéndome ver a esa persona.

Por unos segundos, el camino se despejo, dejándome ver perfectamente a Jace, estaba parado a varios metros mío, me estaba mirando al igual que yo, pero no se movía.

Las personas volvieron a taparme la vista, y tan pronto como caí en cuenta de quien se trataba, comencé a caminar del lado contrario a él.

Mamá podría estar cerca.

Fue cuando escuché a Jace llamándome a lo lejos mientras se hacía paso entre las personas para hallarme.

—Ross, dame un segundo —exclamó tratando de detenerme. —Debemos hablar.

Su voz. Hace años que no la escuchaba fuera de mis pesadillas.

Aún recuerdo esa canción, la que cantaba cuando me buscaba entre los cubículos de los baños del colegio que nadie utilizaba, los viejos baños abandonados atrás de las aulas de computación.

Era una entonación de una canción para niños, pero más lenta, más grave y más baja, con risas de varios niños y niñas de fondo mientras abrían a patadas puertas de los cubículos, uno por uno, mientras yo me encogía en mi lugar al saber que cada vez se acercaban al mío con mayor diversión.

—Aléjate —espeté girándome de golpe.

—No estoy aquí para llevarte a casa —informó—, quiero hablar contigo, quiero disculparme.

Reí amargamente.

—¿Tu? ¿Disculparte? —pregunté irónicamente—, eres la persona más despreciable y horrible que he conocido después del padre de Elliot, y aun así quieres que te disculpe, ¿no te parece un poco pretencioso?

—Resse —dijo en reproche—, déjame hablar, solo necesito cinco minutos.

—Jace, ¿Tienes idea del daño que me causaste? —inquirí amargamente.

Jace dio un paso hacia adelante, tratando de tomarme de la mano y hablar, pero lo detuve en el proceso y caminé varios pasos hacia atrás, alcé mi mano para indicarle que no se acercara.

—¡Aléjense! —exclamaba en el suelo con la espalda pegada a un árbol.

Jace sonrió, y comenzó a caminar con más lentitud hacia mí, mientras jugaba con la botella de salsa de tomate en sus manos.

—Jace, por favor —susurre en un hilo de voz.

Él se puso en cuclillas frente a mí y dejó la botella a un lado. Su sonrisa se ensancho.

—Vamos a Jugar, Resse —dijo con esa voz de niño bueno.

Sus tres amigos caminaron hasta mí, uno de ellos le pasó unas pequeñas pincitas para las cejas. Señaló amenazadoramente mi rostro, y sin saber muy bien que trataba de hacer, di un salto en mi lugar y traté de escapar, pero antes de siquiera logar hacer algo, Jace me detuvo, reteniéndome con una mano sobre uno de mis zapatos, el cual desató y lanzó hacia el rio.

—Hazlo ya, Jace —le dijo el otro niño.

Mi primo, acercó las pincitas a mi cara, cerré los ojos aterrada, y de pronto sentí como jalaba varias pestañas a la vez y las arrancaba de mis parpados.

Acercó a mi cara los pequeños pelitos que dejó en sus manos.

—Se te cayó una pestaña, Resse. Pide un deseo —se burló lanzándolas hacia el suelo.

Mis parpados ardían, pero no tenía tiempo de quejarme, porque tan pronto como Jace se alejó de mí, otro chico me abrió la salsa de tomate y la vertió sobre mí cabeza, mientras que uno más me jalaba la mochila de la espalda y tiraba todas mis pertenencias al suelo, para ser manchadas de la misma salsa de tomate.

Y luego, otro niño más me tomó de uno de mis pies, y comenzó a arrastrarme por el bosque hasta la orilla del rio, donde vi como tiraban mis cosas al agua y estas eran llevadas por la corriente.

—Chicos, ya déjenla —gritaba uno de los amigos de Jace entre el grupito.

Nadie le hizo caso.

Ambos niños me alzaron y me dejaron caer al suelo, dejándome ver el desastre en que había quedado aquella tarde.

Y otro más me pateó hasta que caí al lago, no era muy hondo, pero mi pierna no me servía ni para correr, y nadar era peor.

Comencé a hundirme y ser llevada con la corriente.

—Tienes una orden de alejamiento, no puedes acercarte más —le advertí.

—Solo necesito que me escuches —suplicó.

Miré hacia los lados, estábamos en un lugar lleno de gente. Cerré los ojos mientras soltaba un suspiró cansado. Me di la vuelta y comencé a caminar hacia la salida.

Jace iba detrás de mí a una distancia moderada, y una vez me detuve al inicio de un callejón entre dos departamentos, él se paró a varios metros de mí.

—¿Y bien?

El junto ambas manos frente a su cara y soltó un suspiro.

—Teníamos diez años y quería tener la suficiente aprobación de las personas —comenzó—, pero jamás se me pasó por la cabeza el daño que te había causado, creí que eran bromas, que me perdonarías.

—¿Bromas? —inquirí incrédula—, no pude salir por años sin tener miedo de verte esperándome afuera de casa, sentía que me asechaban por las noches, que en cualquier momento iban a volver a hacerme daño.




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