Los Cortez y el libro de las hadas

Capitulo 17: El Trato De La Espada Del Amor

Julio, poco a poco, fue recuperando la cordura. Al llegar a la Ciudad Celeste, lo primero que lo sorprendió fue la arquitectura: casas construidas con una piedra blanca que parecía brillar bajo la luz, techos azules como el cielo, y calles empedradas con un diseño único. Jamás había visto algo así.

Fue encerrado en una celda amplia, donde ya se encontraban seis soldados carmesí, sobrevivientes del ataque. Todos lo miraban con una mezcla de miedo y odio, pero ninguno se atrevía a acercarse.

—¿Saben dónde estamos? —preguntó Julio, rompiendo el silencio.

—¡Cállate, demonio! Tuviste suerte de que nos capturaran… de lo contrario, te habríamos matado —escupió uno de los soldados, sin mirarlo directamente.

—Ja, lo que digas —respondió Julio con una sonrisa ladeada, como si las palabras no le afectaran.

Uno a uno, los soldados carmesí fueron retirados de la celda. Finalmente, solo quedó Julio.

—Ven conmigo —ordenó el guardia de las celdas, abriendo la puerta.

—¿Vamos a comer? Es que ya me dio hambre —respondió Julio con fingida despreocupación mientras salía.

—No te preocupes… seguramente se te va a pasar pronto —le contestó el guardia con una sonrisa sarcástica.

Julio frunció el ceño, incómodo por la respuesta, pero no tenía opción. Lo guiaron hasta una sala de piedra iluminada por lámparas de cristal. En el centro, un hombre esperaba: llevaba una armadura brillante y tenía una gran cicatriz que atravesaba su rostro desde la frente hasta la barbilla, arrancándole parte de la nariz.

—Toma asiento —dijo el hombre, señalando una silla de madera frente a él—. Mi nombre es Armelius. Me llaman el Caballero de la Espada del Amor. Ahora dime: ¿tu nombre y de dónde vienes?

Ese tipo se ve peligroso... Tengo que tener cuidado. Pedro aún está en peligro, no puedo arriesgarme. Además, Arlik me advirtió que no mencione nada del mundo físico, pensó Julio.

—Me llamo Julio Cortez. Vengo del pueblo de la Rosa —respondió con firmeza.

—¿Eres semielfo? —preguntó Armelius, con tono neutro pero sin apartar la mirada.

—No. Soy humano. Vivo ahí desde que tengo memoria.

—Hmm… eso podría explicar lo que me contaron los soldados carmesí —murmuró Armelius, mirándolo fijamente.

—¿Qué te dijeron? —preguntó Julio, ahora más alerta.

—Que eras un mago poderoso. Que tu forma de lanzar magia parecía más demoníaca que humana. Mencionaron también que en el pueblo de la Rosa, la Rosa Umbría potencia la magia. Supongo que eso explica tu poder —dijo mientras colocaba sobre la mesa el arma de Julio—. Tú mataste a la mayoría del escuadrón carmesí con esto, ¿no?

Este tipo está jugando conmigo… pensó Julio.

—Esos imbéciles estaban masacrando gente inocente. Además, esa arma es mía; nadie más puede usarla. No vine a pelear con ustedes. Vine a buscar un antídoto para el veneno del Venolisk. Libérenme y prometo no causar problemas —dijo Julio, con la mirada fija y desafiante.

Armelius se levantó con calma. Su presencia era imponente.

—Te diré algo, Julio… Maté a todos los soldados carmesí que capturamos. No me sirven los rehenes cuando escasean los recursos —su voz era fría, cargada de una amenaza latente—. Nada me impide matarte también. Aunque puedas conjurar magia sin tu arma, no creo que seas más rápido de lo que yo puedo llegar a ser.

Julio apretó los dientes.

—¿Qué diablos quieres, imbécil? ¡Yo no seré el perro de nadie, ¿entiendes?! Necesito llevar ese antídoto al pueblo de la Rosa. Y si tengo que matarte para conseguirlo, lo haré sin pensarlo —soltó, casi gritando de rabia.

Armelius lo miró en silencio… y luego soltó una carcajada seca.

—Jajaja… Mal momento para enfadarte, muchacho. Pero tienes suerte. No me molestan los gruñidos de un perro indefenso —dijo con burla—. Enviaré el antídoto con uno de mis exploradores, pero a cambio... tendrás que cumplir una misión para mí. Mata o muere. No hay punto medio.

Esa última frase se clavó en el cuerpo de Julio como un balde de agua helada. La había oído antes... en otro tiempo, de otra boca.

No tenía opciones.

—Está bien. Lo haré. Pero el antídoto debe llegar cuanto antes. No queda mucho tiempo. Y antes de hacer nada para ti… quiero una prueba de que la persona lo recibió. Si no, no hay trato.

Armelius asintió, satisfecho.

—Muy bien.

Se giró hacia uno de los guardias.

—Lleva el antídoto y regresa con una carta del enfermo dirigida a Julio Cortez. Usa uno de nuestros caballos más rápidos —ordenó.

Luego, volvió a mirar a Julio con seriedad.

—En cuanto regresen con la carta, partirás junto a otros tres guerreros hacia la Ciudad Carmesí. Deberán infiltrarse y capturar al Rey Carmesí. Si cumples, te dejaré ir. Si escapas… mataré a todos en el pueblo de la Rosa. ¿Entendido?

Julio no parpadeó.

—No tengas dudas. Cumpliré. Pero no creas que te tengo miedo. Si haces algo más... iré por ti.

—Jajaja… Muy bien —respondió Armelius sin perder la sonrisa—. Guardias, llévenlo a una habitación del cuartel. Denle de comer.

Julio fue llevado esposado, con la mirada fija en Armelius. El caballero le sostuvo la mirada. Era un duelo silencioso. Una guerra que aún no empezaba.

Ya en su cuarto Julio cerró la puerta tras de sí. El cuarto era frío, apenas iluminado por una vela moribunda. Se sentó en el borde de la cama, dejando escapar el aire como si le costara seguir respirando.

Del bolsillo sacó un trozo de obsidiana. Lo sostuvo entre los dedos. Era aquel amuleto que Pedro, de niño, le había dado sin palabras, con la mirada cargada de fe.

Lo observó en silencio. Por un instante, pareció que algo en su interior cedía.

—Perdón, hermano… —susurró.

La vela titiló.

Julio se recostó sin más. No lloró. Solo cerró los ojos… y abrazó el miedo.

Fin del capítulo 17




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.