Los cuentos del mundo fantástico

Tierra, agua y sangre

Todavía, tenía su mirada fija en las hermosas montañas, que el sol iluminaba con su presencia esa mañana. La tierra, se veía húmeda y fértil, lista para las próximas, siembras de la semana. Estuvieron un buen rato en el salón de clases, escuchando y haciendo las últimas actividades del día. Necesitaba y ansiaba que llegara la hora de la salida, un pequeño descanso después de media jornada, no me sentaba mal para continuar con las ventas de la tarde.

El reloj dio la hora precisa, mientras que el profesor hacía sonar la pequeña campana dorada. Alistó sus útiles escolares y se preparó, para ir a tomar una merienda; antes de tomar un largo camino de dos horas. Se despidió de todos y se acercó a la reja de salida.

—Aurelio, es hora de irnos.—le dijo en voz alta una de las niñas. Su estatura era promedio, pero algo bajita, sus ojos cafés oscuros, cejas pobladas y manchas alrededor de su nariz.

—Ya iba Marcia.

—Nos espera un largo camino.—continuaba hablando, mientras bajaban por unas piedras para avanzar por el puente, que se levantaba encima del arroyo.

—Creo que hace falta más pasto, por estos lados tan pedregosos.

—Buenas, ¿vas a bajar hoy?, recuerda que hay tarea.

—Buenas, regresaré temprano, iré en la buseta que sube a las tres y media.—caminaron largos senderos y pasaron por varios bosques. Saludó a su tía Estela cuando llegaron, era una mujer extraña. Siempre estaba sentada, en su mecedora, junto a las gallinas y los conejos; dándoles de comer en el corral, mientras se daba aire, con uno de los periódicos viejos.

—Muchachitos, ya es hora de almorzar.—pronunció la mujer adulta. Se fueron corriendo; después de jugar con el bebé, que estaba dormido en el corral, pero solo lograron despertarla y hacerla emitir gritos, con lloriqueos escandalosos. La tía tuvo que volverla a atender y reprenderlos. Después, se sentaron en la mesa y comenzaron a comer, en un pequeño plato, porciones diminutas de cada alimento. Cuando ya iban terminando, la puerta se abrió y entró un hombre, era alto y moreno, de cabello oscuro, llevaba sus botas negras, pantalones grises sueltos y camisa blanca larga. Sus manos estaban tostadas, casi quemadas, todavía se le veían los pequeños cueritos cayéndose y la suciedad en las uñas. Dejó el sombrero a un lado, se lavó las manos y se sentó a su lado.

—Hoy me ayudas en la recoleta, Aurelio y te vas directito para el pueblo, de seguro habrá buenos compradores.

—Sí señor.

—Bueno mijo, así es que es bien juicioso, después se regresa rápido y la tía Estela, le ayuda a hacer las tareas.

—Así será.—no se podía adivinar con cual compostura podía encontrarse, el ser extraño al que siempre ayudaba, una persona con ánimos muy relativos. Algunas veces, todo iba bien; otras se perdía en sus angustias y desesperaciones, resueltas en gritos con golpes, esos días eran los que más temía. Después llegó la calma, como en esos momentos. Le ayudó a labrar con la pala la tierra, después empacó en bolsas plásticas algunos duraznos y fresas, para llevar en su maleta, era algo vieja, con un color gris y rojo. Se despidió y comenzó a subir de nuevo, hasta la carretera principal. Era un largo recorrido, pero logró llegar. A medio camino sintió que se le iba a caer o se iba a mojar la maleta, por el gran bulto que llevaba. Pero todo estuvo normal después. Por suerte llegó a tiempo, en eso bajaba la buseta, alzó la mano y don Fercho se detuvo. Durante el recorrido, contempló los hermosos paisajes verdosos; al abrir la ventana sintió el aire fresco y húmedo. Llegaron rápido.

—¿Lo espero niño Aurelio?.—le preguntó don Fercho.

—Pase tarde, como dentro de una hora.

—Bueno pues.—se despidió y se marchó de nuevo. Quedó solo, en medio de aquel contemplado vacío que veía en medio de las multitudes de personas, que se acumulaban en cada esquina. Hizo un gran recorrido, por las principales tiendas que siempre le compraban.

—Mañana tráigame la misma cantidad, a las vecinas les gusta que sean frutas frescas y naturales.

—Sí señor.—llegó a tiempo al parque. Ahí estaba don Fercho esperándolo. Conducía igual de rápido. A medio camino, sintió que el agua comenzó a caer del cielo. Casi no podía sostenerse por la humedad, así que pasó de largo y se cayó, fue arrastrado por la bajada y se lastimó la mano con las púas de una enredadera. Estaba lleno de tierra fresca. No lloró, solo tenía ganas de hacerlo. La sangre salía a cántaros. Se la envolvió con la camisa y se dirigió a casa. Cuando llegó, se encontró con lo que menos esperaba. Su tía estaba empacando las cosas de ella y sus hijas, mientras temblaba de miedo.

—¿Qué sucede?.—le preguntó.

—Nos vamos, esta situación ya nadie la soporta, esos hombres regresaron y casi nos dañan, nos vamos a la finca de los Arresuela, allí estaremos bien y tendremos trabajo.—después de decir eso, el niño se dirigió a la otra casa, mientras su tía dejaba salir de nuevo, lágrimas con suspiros desgarradores. Entró lentamente a la pequeña habitación, solo tenía una cama con una colchoneta, un colgador de ropa y una mesa con dos sillas de plástico. El extraño que estaba arrodillado, se encontraba casi llorando, tal vez pensando. Con la cabeza agachada. Su mano estaba sangrando, igual que la suya. Se sentó a su lado, mirando la pared de madera. Tenía unos agujeros, seguramente de balas. En eso, el conocido colocó su mano ensangrentada en la pared, dejando una huella permanente, era su tierra, por la que había trabajado siempre.

—Ya no nos queda nada, nos vamos hijo.—el niño, se quedó mirándolo con tristeza y se acercó de nuevo. Extendió su mano y la colocó al lado, dejando una pequeña marca, diferente y al mismo tiempo igual. Después, se las lavaron con agua y las envolvieron, esperando a que de nuevo, volvieran a sanar y cicatrizar.

***

FIN 




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