Conforme los minutos pasaron sus lamentos no pararon, las miradas indiscretas no tenían pudor y lo miraban con pura pena, el dolor era palpable en el aire y visible en sus ojos. Por más que rogara, por más que llorara ella, su amor imposible, no vería de nuevo la luz del sol.
A decir verdad, el momento de rabia se había esfumado de los jóvenes rostros por los que ahora corrían lágrimas de arrepentimiento.
El hombre, entre tanto sufrimiento alucino por unos momentos, veía a lo lejos a su dulce flor, a la que había logrado cautivar su corazón. La veía alegre, llena de vida y para su débil corazón, estaba sosteniendo a una pequeña niña. Fue entonces que comprendió que su alucine era un reflejo, era lo que el imaginaba hubiera pasado si tan solo la suerte hubiera estado a su favor.
Conmovidos los estudiantes lloraron junto al cuerpo, siendo a sí los que vieron como la muerte no separa a quienes se aman. El desolado hombre con la misma daga que se había llevado a su amada se propuso a seguirla hasta donde le diera la eternidad.
Aquel día sería recordado, como la vez que el amor se encontró del otro lado.