Cuando la roca que cayó separó a los Guerreros, Alexandria aterrizó sobre sus pies completamente sola en la base de la colina. Sabía que sus compañeros se dirigirían inmediatamente al palacio de madera, pero ella tenía asuntos pendientes en otro lugar así que se encaminó en la dirección contraria. Alejándose del pueblo, caminó por varias horas hasta que la ceniza disminuyó para finalmente desaparecer en su camino; sin embargo de vez en cuando, continuaba sintiendo los temblores.
A lo largo del recorrido se encontró con varias criaturas, ninguna zoomórfica; entre ellas, dos tigrerinos. Todas las bestias eran hostiles así que no tuvo más remedio que luchar contra ellas en medio de los temblores que se sentían. Al anochecer se decidió en contra de seguir caminando y se acurrucó en una diminuta caverna que encontró en el camino, era tan pequeña que aún podía sentir el viento que soplaba. Una ventaja de ser Guerrero era que podía dormir con facilidad en casi cualquier lugar
Comenzó a llover; sus ropajes y pelo se mojaron un poco. La ceniza en la villa sería pastosa al siguiente día, fue lo que pensó. Su cabello se agitaba suavemente por el viento. Las noches eran más oscuras en ese escaque ya que no había luces públicas y las estrellas eran mucho menos visibles. Había una luna, pero era extremadamente pequeña. Cerró los ojos; al principio no escuchaba nada más que la brisa; luego, lograba escuchar ciertos gruñidos y lamentos.
-Estoy cerca, – pensó. Abrazó sus rodillas y se dio cuenta que era la primera vez en tres años que dormía sola.
Su sueño fue intranquilo; en medio de la noche escuchaba voces en su mente, voces que ahora solo vivían en el pasado.
-Y bien, pequeña doctora ¿ya sabe qué padezco? – le preguntaba una voz que provenía de un joven frente a ella. El joven era bien parecido y sonría entretenido pero sus ojos y demás rasgos estaban ocultos por una bruma. La oscuridad rodeaba toda la escena, pero Alexandria sabía que era muy tarde en la noche.
-No soy doctora, – le respondía una Alexandria más joven. – Soy discípula de Alfil y sí ya tengo tu diagnóstico.
-Dime, – pidió él sin dejar de sonreír.
-Dificultad para dormir, dificultad para concentrarse, melancolía, ensoñación, falta de apetito. – Alexandria recitó los síntomas como si los estuviera leyendo. El joven la miraba expectante y la joven Alexandria finalmente dijo: – Estás enamorado.
La sonrisa del joven se desvaneció al instante; tragó, se aclaró la garganta e intentando sonar casual preguntó:
-¿Y bien, puedes ayudarme?
-El insomnio ha afectado tu rendimiento como Peón, no puedo hacer que ustedes estén juntos en este momento, pero por ahora podría ayudarte a dormir.
La sonrisa del joven fue lo último que vio Alexandria. Con los primeros rayos de sol, abrió sus ojos. Frunció su entrecejo tan solo un poco y suspiró. No había sido un sueño. Los Guerreros no soñaban. Eran recuerdos. De nada servía pensar en el pasado. Lentamente se puso de pie, se estiró y reanudó su camino.
Afortunadamente había dejado de llover, aunque el camino había quedado lodoso y había charcos por doquier. Sus pies ligeros caminaron sin problemas. Iba atenta a cualquier sonido o temblor.
Tras unas horas se adentró por un camino en medio de un barranco; la lluvia no había llegado a ese lugar así que el polvo se levantaba por sus pisadas.
De repente el ambiente se oscureció y Alexandria miró hacia arriba; a lo lejos, árboles y picos de las montañas detenían cualquier rayo de luz que quisiera entrar; parecía que ese lugar existía en una noche y frío permanentes; incluso las bestias ya no se atrevían a rondar por ahí.
Bajando por un cerro, se adentró más en la oscuridad hasta que finalmente pudo divisar lo que parecían enormes cajas. Continuó caminando hasta llegar a las primeras.
Se encontró con un letrero viejo y apenas visible. Estaba en la prisión de los zoomorfos, las enormes cajas eran en realidad jaulas que parecían ser las de un circo y había miles delante de ella.
Dentro de las jaulas solo se veían bultos, de ellos provenían los lamentos y gruñidos que había escuchado la noche anterior. Alexandria alternaba miradas por momentos a través de los barrotes. La mayoría de los zoomorfos prisioneros estaban sentados en las esquinas más oscuras de sus celdas. Mientras avanzaba, escuchaba gruñidos, ronroneos, siseos y aleteos. El frío incrementó en gran manera, pero su uniforme beige la protegía bien. Caminó un largo tramo hasta llegar a una jaula notablemente más pequeña que las demás.
Acercándose, vio un bulto en la esquina más cercana a ella; estaba completamente silencioso. Los barrotes tenían poca distancia entre sí. La poca luz que había, alumbraba la silueta de un humano; alto y delgado, con el pelo largo y los dedos huesudos hojeaba un libro viejo. Al estar ella a su lado, el hombre levantó su mirada. Al verla, rodó los ojos y con voz disgustada, exclamó:
-¡Por fin! ¡Creí que nunca vendrías! ¡¿Por qué tardaste tanto?!
-El Rey y la Reina están inconscientes y un tercer Terroriano ha sido liberado.
-Oh… - su rostro se ensombreció - ¿Por qué no los destruyes? – preguntó él – Hablo de los Terrorianos, sé que podrías hacerlo si quisieras… ¡Cielos! ¡Creo que podrías destruir un planeta si lo desearas!
Editado: 08.06.2024