Petter se frotó los dedos intentando calentar sus entumidas manos. Se acercaba el invierno por lo que la nieve caía como copos transparentes y formaba una capa de hielo sobre los árboles. Era hermoso de ver, pero difícil de sentir. El muchacho tenía los cachetes colorados y la piel de su nariz comenzaba a descascararse.
Petter había sido criado en los bosques de la capital de Nelvreska, la ciudad de Portelas. Los recuerdos pasaron como una chispa por su mente en ese momento. Él, con tan solo cinco años, correteando entre los arbustos. A veces se caía y se mezclaba con la nieve quedando tan blanco como ella. En otras ocasiones perseguía a las ardillas que se escabullían por las madrigueras. Con una ramita las molestaba hasta que lograba tocarlas. Recordó entonces como una de ellas le mordió el dedo índice y tuvo que soltarla de golpe. Quiso llorar, pero al ver el rostro severo de su madre que lo observaba como regañándolo, intentó soportar el dolor. Ella siempre le recordaba que los guerreros no lloraban, entonces las lágrimas fueron desapareciendo de su vida hasta volverse casi inexistentes.
Petter se subió el cierre de la chaqueta casi hasta el cuello. Un viento gélido le azotaba el rostro, por lo que se puso unos guantes negros, los cuales eran flexibles, perfectos para realizar cualquier tarea. Miró nuevamente la carretera desolada desde los arbustos donde se escondía y pensó en las tantas veces que la había cruzado en mitad de la noche.
— ¿Cuánto falta? — preguntó uno de los hombres que lo acompañaba. El muchacho le respondió con desgano.
Petter siempre fue un niño solitario, maduro para su edad y de notable ingenio. Por esa razón le costaba relacionarse, o más bien, no le importaba hacerlo. Siempre vio a todos inferiores a él, ineptos y comunes. Ninguno conocía la verdad, ni lo que realmente sucedía en el mundo. Por esa razón no tenía más relación que con su madre, quien sí lo entendía. Ella era una mujer dura, una guerrera innata, la que lo entrenó para convertirlo en lo que era ahora. La quería, aunque se sentía prisionero de su cariño. Demasiadas reglas, demasiadas expectativas que cumplir. A veces le fastidiaban las misiones y tener que soportar a los siervos porque esos inútiles solo funcionaban porque él los guiaba.
De momento recibió el aviso de uno de los hombres, él que trabajaba de vigía desde el inicio de la carretera. Avisó que el auto estaba en camino y que la mercancía iba adentro. Petter dio la orden de alistarse. Todos sacaron sus armas. Estaban listos, esperando en la oscuridad. Nadie hubiera podido verlos ni detectar su presencia, eran expertos en pasar inadvertidos.
Un Seder 14 de color blanco, con líneas azules en sus costados se acercó a una escasa velocidad. Era un modelo viejo, de por lo menos diez años atrás, pero lucía como nuevo. En sus tiempos fue la sensación, con su aspecto achatado, sus puertas automáticas y su resistencia a todo tipo de golpes. Ahora solo era un auto más de los creados por la compañía, superado por nuevos modelos más modernos y sofisticados.
Petter dio la orden de interceptarlo, justo cuando estaba acercándose a ellos. Uno de los siervos lanzó un explosivo que detonaba al impactar contra cualquier metal. Era diminuto, ligero y de forma circular, con velocidad programada. Otro artefacto tecnológico creado en conjunto por la ciencia y la magia.
El objeto impactó contra el capó y detonó. Debido a la resistencia del auto solo lograron que se tambaleara y perdiera sus funciones, apagándose automáticamente. Los siervos corrieron a interceptarlo. Al acercarse Petter pudo ver, entre las llamas que envolvían al vehículo, dos figuras aterrorizadas. Usando un hechizo de control de elementos, aprendido algunos años atrás, pudo disipar casi por completo el fuego y abrir la puerta del auto. El chofer, un hombre de unos sesenta años comenzó a suplicar que no les hicieran daño. Detrás, una joven de tez morena y ojos castaños comenzó a gritar desesperada. Dos hombres agarraron al conductor y lo dejaron abandonado en la carretera. Petter sacó a la muchacha de un tirón y le tapó la boca para que dejara de chillar. Luego realizó un hechizo de sueño. Segundos después, la asustada joven, que forcejeaba en sus brazos, quedó profundamente dormida.
Un auto negro llegó en ese momento y se estacionó justo detrás del seder. Era un audi 2000, la última generación de autos audis antes de ser suspendida su fabricación. No solo se caracterizaba por su elegancia sino por su ligereza, no hacia el menor ruido al cumplir cualquiera de sus funciones, ni siquiera al prenderse. Eso lo convertía en casi un fantasma. Cuando Petter lo vio aparecer entre la oscuridad recordó aquella tarde en que Rosman le entregó un juego de llaves plateadas. Lo había mirado con orgullo, con una sonrisa complacida. Sus palabras ahora resonaban en su mente. Él es silencioso y tú eres invisible, ambos se complementarán.
—Fue rápido— señaló Clover, ya cuando estaban los cinco dentro del auto. Ya habían comenzado la marcha por la mojada carretera.
El viejo Clover era bastante importante entre los siervos. Se había ganado la confianza de Rosman y trabajaba de manera impecable en cada misión. No había nada que reprocharle, excepto su manía de hablar a cada momento. Petter se fijó en su cabeza calva acompañada de escasos mechones de pelo plateado. Su piel era entre rosada y blanquecina. Llevaba unas gafas oscuras la mayoría del tiempo, las cuales le permitía ocultar su ojo mutilado. Un elegido le había dejado el ojo inservible con una daga de acero. Rosman insistió para que se hiciera un trasplante de ojo, pero él alegó que llevaría con orgullo la marca de su derrota.
Petter detalló a la muchacha por primera vez. Estaba recostada sobre el espaldar del asiento, con el rostro puesto hacia él. Dormida se veía inocente, como una pequeña niña. Su piel era morena, de un tono marrón oscuro. Su cabello le caía desordenado sobre sus hombros. Llevaba un vestido corto que dejaba al descubierto sus muslos.