Sus horarios casi nunca coincidían y, ya fuera por la una o por el otro, era prácticamente imposible que los dos pudiesen compartir todo un fin de semana sin que las obligaciones de alguno de los dos les atasen. Meses estuvieron soñando con escapar de la rutina y la ciudad, de los deberes, de la madre de él que no tenía otro momento para ponerse, decía ella, enferma a punto de morirse, de los hijos de ella o, mejor dicho, de su ex que desaparecía siempre que le tocaba ocuparse de los niños el fin de semana. Desde luego, si era una prueba a su amor, esta era de fuego.
Pero llegó, súbitamente y sin darles a penas tiempo de planear nada, de repente la madre no se quejó, el ex apareció, y se encontraron con dos días en los que podían disfrutar el uno del otro en exclusividad. A toda prisa tuvieron que buscar el lugar de la “escapadita”, y pagar un dineral por ello al no haberlo previsto con tiempo suficiente. Tampoco pudieron demorarse demasiado en la búsqueda, tenían que salir esa misma noche si querían que les cundiese, limitando, por tanto, la distancia a la que desplazarse; nada que estuviese a más de tres horas de coche.
Encontraron un alojamiento rural cuco en un pueblito costero. No es que fuera gran cosa, pero tampoco necesitaban mucho, algo de intimidad y desconectar. En un plis plas hicieron la reserva por internet previo pago con tarjeta de crédito de una considerable suma, empacaron dos bolsos pequeños con algo de ropa de batalla y en menos de media hora ya estaban en ruta.
No pudieron contemplar nada del pueblo a su llegada, ya era noche cerrada y las escasas farolas apenas si alumbraban. Lo primero que les recibió cuando apagaron el motor y salieron del vehículo fue el sonido del mar, profundo, cercano, al alcance de la mano, y el olor a salitre. Sin embargo, la vista no encontró las eternas olas marinas, sino una casona de dos plantas, de madera y cal, con postigos en las ventanas de cuyas grietas se escapaban rayos de luz cálida y hogareña. No es que el hotelito fuera excepcionalmente bonito, es que despertaba recuerdos de niñez y bienestar, aunque los dos eran de ciudad grande y nunca habían pasado su infancia en un sitio parecido. Era más bien como un sueño, una película de esas de los años cuarenta o cincuenta en la que todo era maravilloso, aunque el espectador nunca lo hubiese vivido.
Despertaron a una mañana tibia y luminosa, más temprano de lo que hubiesen pensado, la sensación era de haber dormido largo y tendido; habían descansado profundamente, sin preocupaciones, felices tras regalarse amor la noche anterior. Quizás lo esperado hubiese sido quedarse remoloneando en la cama, pero sin ponerse de acuerdo los dos saltaron al mundo a disfrutar de un día que se prometía maravilloso.
Durante el desayuno, sencillo, en un comedor pequeño que no daba aspecto de hotel sino de estar en casa, íntimo y acogedor, le preguntaron a la dueña por el camino a la playa.
- Salgan por la puerta de atrás al paseo, a la izquierda y todo recto. En cinco minutos llegarán a la playa de las gaviotas. – dijo sonriente, complaciente. – No vayan más allá, es la única playa en la que está permitido el baño.
Pertrechados con lo indispensable, las toallas, siguieron las instrucciones de la casera; él llevaba las de los dos, ella un capazo con crema solar, espejo, cepillo, toallita para quitarse la arena de los pies, baraja y algún otro artículo del apartado “por si acaso”. Tras un paseo breve que hicieron a paso lento, llegaron al arenal que surgía de una media luna que formaban unas dunas con algo de vegetación y un mar azul algo revuelto; las olas rompían con fuerza a pocos metros de la orilla donde se dejaban derramar sin la bravura de unos segundos antes. Accedieron por unos de los estrechos extremos e, instintivamente, buscaron una zona tranquila y no demasiado concurrida. Caminaron a lo largo de la orilla, pero todo parecía demasiado atestado, por lo menos lo suficiente para que a ellos se les antojase que no tendrían la intimidad necesaria que era, al fin y al cabo, el motivo de la escapada, estar solos el uno con el otro. Así, entre varios “¿qué tal ahí?” y “vamos un poco más allá”, llegaron al final de la playa sin decidir dónde extender las toallas.
- Miremos un poco más allá. – resolvió él.
- La señora ha dicho que esta es la única playa en la que nos podemos bañar.
- Por mirar…
En el extremo opuesto a por donde habían accedido, allí donde las dunas eran tan altas que parecían paredes, había una estrecha lengua de arena que parecía dibujar un camino que continuaba bordeando el agua. Al acercarse se encontraron con que, casi cerrando el paso, alguien había colocado un montón de piedras en equilibrio formando una especie de tótem. Él lo rebasó decidido a ver qué había más allá, ella dudó; aquellas piedras no le daban buena espina, sin tener muy claro por qué, se había puesto en guardia.
- No sé si es buena idea ir por ahí.
- Sólo quiero ver si hay playa más allá.
- Pero el paso es estrecho. ¿Y si sube la marea y nos quedamos aislados?
Él se rio.
- Mira. – dijo señalando con la mano la orilla del mar por donde acababan de pasar. – La marea está bajando, hasta dentro de por lo menos diez horas no volverá a estar alta. Además, siempre se podría volver por el arenal. – avanzó decidido.
Ella le siguió alegando cada pocos pasos que no le parecía buena idea y que deberían volver, pero, al ver la determinación con la que él se internaba en aquella zona desconocida, le siguió.
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Editado: 29.01.2024