La rabia abrasaba cada fibra de Araceli, quien subía los escalones con sus ojos inyectados en sangre, y los dientes rechinando en furioso deseo de venganza. Una vez en el pasillo superior, pegó su espalda a la pared y la arrastró hasta la esquina a pocos metros, virando a su derecha en dirección a la calle. El pasillo que se abría al frente era de pocos metros, y se bifurcaba a ambos lados a su final.
Se acercó, observando dos puertas, una a cada lado. Divisó a su derecha una delgada columna de luz que se asomaba sobre el suelo a su izquierda, oyendo el rugido de una radio.
—Van hacia el shopping. Son una chica y una niña —oyó una voz distorsionada.
—Sí, son los que se me escaparon —la voz de una mujer contestó.
Asomó el ojo a la pequeña rendija de la puerta, observando a una mujer de cabellos cobrizos y máscara de pintura sostener un rifle de caza con mira telescópica. Sus muelas se apretaron hasta crujir. Araceli se dispuso a entrar cuando oyó una puerta abrirse detrás suyo, seguido de tres duros golpes en su cabeza mientras alguien le sostenía las muñecas. Un cuarto golpe se suscitó, y su vista se volvió nada más que una bruma. No supo en qué momento fue arrastrada, pues solo sintió el frío suelo golpearle la mejilla derecha mientras sus brazos se torcían en su espalda, percibiendo un enorme peso encima suyo.
—Tú eres la que gritaba —oyó la voz de la mujer.
Al oír su voz, Araceli comenzó a agitarse, como una cabra que se niega a su degollamiento, dispuesta a correr contra la mujer de rifle y encornarla hasta sentir sus tripas caerle sobre su colero rostro.
—Quédate quieta, puta de mierda —Dijo un hombre, aquel que le sostenía los brazos en la espalda. Con una mano le sostuvo los antebrazos, y con la otra le dio un fuerte culatazo sobre el hombro, para luego posarle el frío cañón justo debajo del pómulo—. ¿Quieres terminar como esa vieja? Entonces pórtate bien y haznos caso.
—La niña tiene ovarios —dijo la mujer, quien posaba sentada sobre una silla de escritorio con ruedas, con el rifle de caza cruzado sobre las piernas—. No lo tomes personal, niña, pero no podemos dejar que nadie entre a nuestra ciudad. Aunque, te daré una oportunidad, y te dejaré vivir si me dices qué planea tu grupo. Después de todo, hay que ser muy valiente o muy estúpida para venir hasta aquí sola.
Riza subió las escaleras, seguida por el agrupo, a excepción de Pazos y Micaela, quienes se quedaron escalones abajo para vigilar. Todos caminaron lo más rápido que pudieron sin hacer ruido por el largo pasillo que llevaba a la bifurcación, abriendo silenciosamente las puertas para evitar una emboscada. Mientras ella las abría, Dante y Freud apuntaban con sus pistolas, listo para disparar. Mas nada había al otro lado.Riza frenó el paso a medio pasillo, alzando el puño en señal de espera, oyendo la voz de aquella mujer al final. Posó la mano sobre el seguro, y lo liberó, ahogando el sonido. Revisó que el arma estuviera en semiautomática, y siguió caminando a paso calmo. Cuando llegaron a la división, ella apuntó a la derecha, mientras que Freud y Dante a la izquierda.
Se asomó a la puerta, observando por la leve rendija a Araceli en el suelo, con un hombre sobre su espalda. Otro apoyado contra la ventana, observando el exterior. Y la mujer concentrada únicamente en la adolescente. También divisó que se trataban de dos habitaciones conectadas por una pared destruida, por lo que en un rápido movimiento de mano hizo que el grupo se separase en dos, y que la segunda mitad se reagrupara en la otra puerta.
Miguel, Freud, Benjamín y Alfonso se posaron a la otra puerta, mientras que Riza, José, Dante y Eduardo aguardaron allí donde estaban.
Freud notó que Miguel se movía rápido, ansioso, desesperado, con el rostro perlado en sudor y las manos temblorosas, pues consideraba, en silenciosa penitencia, que no era menester aguardar a saber qué había pasado con su sobrina. Le posó la mano en el hombro, y con una sola mirada supo señalarle que se calmara.
—No sabemos cuántos son —Riza movió los labios lentamente, hablando con su silencio—. Esperen.
—Yo soy Miriam —dijo la mujer, llevándose la mano al pecho. Araceli la observaba con esos ojos inyectados en rojo—. Puedo hacer que te unas a nosotros. Pero no esperes que el resto sobreviva. ¿Esa niña y esa chica que huyeron en la moto? Me han dicho que fueron a parar al shopping, la boca del lobo. Los tienen rodeados, y para este momento deben estar muertos.
Miguel posó la mano en el picaporte, apretando las muelas mientras su dedo se posaba ansioso sobre el gatillo.
—No sabemos cuántos son —le susurró Freud—. Tranquilo, Miguel.
—Sin rencores —continuó Miriam—, pero los niños y ancianos no tienen cabida. Solo son un peso muerto. Me gustan tus ojos, niña. No quieres huir, quieres pelear.
—¡¡Vete a la mierda, hija de puta!! —gritó Araceli— Mataste a Amata... ¡¡Te voy a matar!! ¡¡Te voy a hacer mierda!!
Miriam comenzó a reír. Luego, posó la culata del rifle a su hombro.
—Me gustas. Él es Ricardo, y él Emilio. Pórtate bien, y serán tus compañeros.
—Son tres —susurró Miguel—. Es suficiente para mí.
—No sabemos sus posiciones. Quédate quieto, idiota —le susurró Freud.
Miguel se apartó de la puerta, sin dejar de tomar el picaporte, listo para abrirla de un placaje. Riza abrió fuertemente los ojos, diciéndole con un movimiento de muñeca que se quedara quieto.
—Esas dos que huyeron en moto ya están muertas, seguramente —dijo Miriam—. Así que elije: vive con nosotros, o muere como esas dos putas.
Miguel empujó la puerta con toda su fuerza, provocando un fuerte estruendo. Riza apretó las muelas, presa de la furia, y decidió entrar en consecuencia. El joven de lentes disparó a quemarropa, dañando en el hombro a aquel que apresaba a la adolescente, siendo rematado por un disparo en la nuca de parte de la militar.
Editado: 13.09.2023