Los Errabundos

La trenza de la muerte

El calor le acariciaba la piel, causándole comezón en las heridas que le empapaban el rostro. Separó lentamente los párpados hasta ver los rayos del sol penetrar a través de la claraboya. A su izquierda, dormida sobre el suelo, estaba Daiya, quien no se había movido ni por un segundo.

Ariel sintió la cabeza hecha jirones. El cuerpo le dolía aún más de lo que podía soportar, pero aún así no quiso despertar a la niña, que dormía con tanta calma que parecía jamás haber vivido el infierno. Sin tardar, comenzó a revisar el rifle. Por desgracia, ya no posaba balas en el cargador ni la recamara. Cuando lo alzó para apuntar a la nada e inspeccionar la mira, el hombro le falló con una punzada, y le hizo bajarla tan rápidamente que el cañón chocó contra el suelo, y los párpados infantes se separaron.

—Ariel, quiero ir al baño —bostezó la niña mientras se sentaba con cierto aturdimiento.

—Sí, ya voy.

Ariel posó las manos en la pared, e intentó pararse con sumo esfuerzo. Las costillas, la herida cauterizada y sus piernas parecían traicionarle, boicotear el cometido de alzarse en pie, pero lo logró. Lentos cruzaron el puente, advirtiendo apenas tres caníbales vagando en la planta baja. Entraron al baño, y tras revisar cada cabina, Daiya finalmente comenzó a vaciar la vejiga.

Él simplemente la esperó en el lavabo, apoyando el peso contra el mármol y mirándose en aquel espejo abrigado por una delgada capa de polvo. Advirtió cada herida del hinchado rostro, y, para fortuna, ninguna dejaría cicatriz más allá de la nariz y la ceja. Se palpó la piel notando cada relieve. Luego se quitó la camiseta, y adolorido intentó mirarse la cauterización. Si sus ideas no eran equivocadas, le quedaría una cicatriz blanca, rugosa alrededor. Otra más a la lista. También se miró la espalda, empapada de pequeñas cicatrices. La respiración se le aceleró al recordar fugazmente el origen, y volvió a apoyarse contra el mármol para calmarse, contemplando su figura; aquella cintura delgada, aquella cadera ancha que le daba cierto aspecto femenil... Ariel odiaba verse al espejo.

—¿Te duele mucho? —preguntó Daiya, causándole un respingo.

—Un poco —admitió Ariel, poniéndose nuevamente su camiseta ya denegrida.

En aquel momento, como por orden divina, Ariel distinguió algunos golpes sordos, sucedidos de voces familiares.

—Bueno, al menos no hay nada que se parezca a un cadáver de niña. Eso me deja más tranquila —distinguió la voz de Riza.

—Solo falta encontrarlos. Tal vez así pueda pegar un ojo esta noche —aquella era la voz de Dante—. Mierda... a este se lo cagaron comiendo... Y a esos ni los tocaron, debieron morir poco antes. Ese hijo de puta los fornicó a todos —concluyó con una breve risa.

Ariel se asomó al pasillo, y, como era de esperarse, su grupo lo había encontrado.

—Hijo de puta... —dijo Alfonso, sorprendido al verlo—. Amigo... te hicieron verga.

—A mí me daría miedo verlo sano luego de que hiciera mierda a todos estos —comentó Dante, pateando la pierna de un cadáver junto al puesto destrozado de bebidas.

—¡¿Y Daiya?! —se adelantó a preguntar Miguel. El rostro se le deformaba del miedo. Riza lo observaba fijamente.

—¡Tío! —gritó Daiya mientras salía corriendo.

Miguel subió los escalones de dos en dos. La niña cruzó el puente a zancadas, y ambos se reunieron con un fuerte abrazo. Arrodillado en el suelo, el tío no pudo más que llorar por la alegría.

Todos subieron, y se acercaron a Ariel para contemplarlo más de cerca.

—Ahora sí te ves como un hombre —le dijo Dante mientras le posaba la mano en el hombro.

—No te preocupes, volveré a ser tan guapo como antes —respondió con una leve sonrisa—. El problema es esto. Si se me infecta, paso al otro lado —se alzó la camiseta.

—La puta madre... —musitó Eduardo, entrecerrando los ojos de la impresión.

—Solución salina y listo, papito —dijo Riza. No podía contener la sonrisa.

—Sí, eso hice. Cauterizarla ardió como la gran puta. Igual, si no hubiera sido por Daiya, yo ya estaría muerto —miró a la niña, quien lo observaba, seria. Supo que no debía contar toda la historia, así que se limitó a relatar cuando le desinfectó las heridas. Al final, concluyó—: ¿José se quedó cuidando las cosas?

Todos guardaron silencio. Observó a Pazos y Micaela apretar los labios, a Araceli bajar la mirada y a Miguel desviar la vista. Entonces lo entendió, mas no quiso creerlo.

—Me están jodiendo... —suspiró, pesaroso—. ¿José también? No, entonces... ¿el bolso? No, no...

—El bolso se incendió con la otra moto —respondió Pazos, avergonzado.

—Y José... Hubo un problema. Todos estábamos nerviosos y... Bueno, él me salvó la vida —le dijo Riza con los ojos perlados—. Lo siento, Ariel.

Ariel ladeó la cabeza, y tuvo que apoyarse en la barandilla para que sus piernas no le volvieran a traicionar.

—¿Al menos fue rápido?

—Un disparo en el corazón. La muerte fue prácticamente instantánea.

El aire se inundó de un silencio fúnebre. Un eterno minuto de silencio, que poco a poco comenzó a interrumpirse por un sonido tan contrario al luto que hizo hervir la sangre de algunos, en especial la de Riza. Era Ariel, quien poco a poco comenzaba a elevar una risa histérica.

—¿De qué mierda te ríes...? —preguntó la militar, frunciendo el ceño.

—¿Hasta cuándo...? —musitó Ariel, con las lágrimas acariciándole las mejillas—. ¿Cuándo... se detendrá esta mierda...?

Nadie dio explicaciones. Estaban muy cansados como para otra discusión sobre quién tenía la culpa. Simplemente recogieron las armas de los cadáveres, y continuaron la marcha. Al mediodía, Ariel volvió a ponerse la solución salina antes de continuar. Y, como es menester al final de cada día, la noche se asomó. Tomaron refugio en una casa espaciosa, que no presumía de lujos, pero, que sin dudas, era más cómodo de lo que habían tenido en bastante tiempo.



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En el texto hay: zombies, accion, gore

Editado: 13.09.2023

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