Los Errabundos

Ideales

El día comenzó a nacer en Luvlais, y aquellos relojes cuyas manecillas seguían moviéndose marcaron con lento rumbo las seis menos cuarto de la mañana. Los párpados de Virgilio se separaron lentos y pesarosos, y sus pupilas se detuvieron para contemplar el techo, allí donde la luz que penetraba por la cortina golpeaba. Más tarde se puso en pie, y se dispuso a vestirse.

Aquella mañana era importante. Se miró al alto espejo durante unos segundos, contemplando por completo su cuerpo, abrigado nada más que por un bóxer rojo. Poseía el abdomen definido, al igual que sus brazos y piernas.

Antes de vestirse, se colocó aquel brazal con la pequeña pistola. Y con el arma descargada, practicó el desenfundado; el latigazo del brazo lanzaba la pequeña pistola hacia adelante, guiada por el riel. Como cada mañana, lo hizo perfecto. Luego levantó el cañón y colocó la bala, volviendo a enfundarla. Era una pistola imprecisa a larga y mediana distancia, pero a corta –aquella que tenían dos hombres separados por una mesa– era un arma más que perfecta. En su antebrazo izquierdo puso otro brazal, cuya funda resguardaba un cuchillo. Sobre el tobillo derecho se ató un morral, donde enfundó una pequeña glock 26. Fue entonces cuando comenzó a vestirse.

Se puso unos largos calcetines negros con un sutil patrón de rallas, asegurándose de no abrigar más de la mitad del arma. Se puso una camisa blanca e inmediatamente, sobre el pectoral izquierdo, se colocó una funda con correas para sujetar un revólver ruger LCR, las cuales su traje cubriría sin problemas. A la prenda le sucedió una corbata borgoña y un traje de tres piezas negro con chaleco de doble botonadura. Sus pies se abrigaron con unos zapatos de vestir de cuero negro.

El chaleco refugiaba en su bolsillo izquierdo un reloj de bolsillo, cuya cadena de plata colgaba hasta conectarse con uno de sus botones. En el bolsillo interno del saco guardó una cigarrera de plata. Luego se colocó el cinturón, al cual le colocó tres morrales donde descansaban cargadores llenos para su Beretta 92, la cual colgó en el lado derecho de su cadera con una funda de plástico, escondiéndola bajo los pliegues del saco.

Luego desayunó una taza de café con un trozo de pan de masa madre. Se cepilló los dientes y, puntual como cada día, Pauling golpeó su puerta.

—Buenos días, Virgilio —dijo ella, sujetando un portapapeles en el brazo izquierdo, leyendo una lista. Él caminó a su lado, camino a la comisaría—. El estandarte ya está listo.

—¿En serio? Eso fue rápido. Que lo cuelguen en la puerta principal. Quiero que los Uddopekka lo vean al llegar —dijo con una leve sonrisa en los labios.

Pauling tachó dos renglones con su bolígrafo.

—Algo pretencioso el tener un blasón —comentó Pauling con una sonrisa burlona—. ¿Planeas bordarlo en un jubón?

—Si encuentro un jubón, dalo por hecho que sí. —Virgilio soltó una risilla.

—Bruno Tallarico propone que haya hombres armados en la sala de reuniones. Michael Fez está de acuerdo. ¿Tú qué dices?

—Está bien. No podemos descartar que intenten alguna locura en esta reunión.

Ella escribió en el papel.

—¿Debo preparar alguna bebida?

—Será mediodía, así que sí. Prepara vino, whisky y agua, por favor. De la mejor calidad.

—Agua hervida de primera calidad, lo tengo —dijo mientras anotaba—. ¿Estás nervioso?

—De esto depende que no nos matemos a tiros, Pauling, así que...

Llegaron a la comisaría. Se encaminaron por un largo pasillo y luego se adentraron a la sala de juntas. Una bastante espaciosa con una larga mesa en el centro. En uno de los asientos aguardaba el general Bruno Tallarico: un hombre corpulento de metro ochentaicinco, con una corta cabellera de plata y ojos negros como la penumbra. Los cuatro soles bordados destacaban dorados sobre las hombreras. A pesar de cargar con sesentaitrés años en la espalda, Tallarico apenas sí presentaba algunas arrugas más allá de las hoscas líneas que le conectaba las comisuras con la nariz, que le daban el aspecto duro que su rango ameritaba.

—Buenos días, Tallarico —dijo Virgilio.

—Buenos días, Cascioferro —contestó con firmeza.

Bruno se puso de pie y ambos se estrecharon la mano, antes de que Virgilio tomase asiento en la silla posada al extremo de la mesa.

—¿Y Michael? —preguntó el italiano.

—Fui al baño —dijo un hombre mientras entraba a la sala—. En mañanas frescas como esta, mi vejiga no es muy eficaz. Ya no estoy tan joven como antes, Virgilio.

Michael Fez era un hombre menudo de cuarentaidós años, de cabellera corta y canas empapándole las sienes. Bajo sus labios se extendía una puntiaguda barba en el mentón, la cual portaba unas hebras plateadas en el centro que parecían trenzarse con el resto de cabellos, haciendo juego con su mandíbula de diamante.

—Aún así —continuó, en tono suave—, temo que no podré estar en la reunión. Tengo que hacer inventario.

Virgilio notó la arrogancia en su voz.

—Es una lástima, Michael. Esperaba ansioso tu participación en la negociación. Después de todo, es tu especialidad como abogado —dijo el italiano, sacando la cigarrera. Luego desenfundó un mechero, y se encendió un cigarro—. Bueno, no se puede evitar.

—Bien, organicemos las condiciones —dijo Bruno.

—Me parece bien.

—No provoques una guerra, Virgilio —comentó Michael Fez con una risita, volviéndose a la puerta—, o le darás mucho trabajo al señor Tallarico.

—No te preocupes, Fez; él conoce de estrategias de combate, yo conozco la naturaleza de quienes combaten.

Michael Fez se retiró del lugar. En aquel momento Pauling alcanzó a la dupla una carpeta repleta de papeles.

En una de las torres de Luvlais colgaron el gran estandarte. Uno de fondo negro cuyo centro albergaba un gran colibrí carmesí que parecía volar hacia quien lo mirase con su negros y perennes ojos, extendiendo la pata como águila que caza. En su pecho se vislumbraba el oscuro logo de una antorcha cuya flama parecía más una gota. Tras el ave se podían observar tres círculos blancos de delgada línea.



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En el texto hay: zombies, accion, gore

Editado: 13.09.2023

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