Ansioso e inquieto, esperé a que mis padres regresaran del trabajo mientras me ocupaba de mis tediosas tareas con inocencia excesivamente visible (por dentro me estaba devorando vivo la intriga). Tenía que ocupar la mente en algo o iba a perder la cabeza.
Una vez que llegaron a casa, astutamente me dirigí a mi madre, quién ya estaba en la cocina preparando la cena. Entré paseándome lentamente como un felino codicioso y aparecí detrás de ella con una sonrisa ladina.
–Oye, mamá –musité en tono socarrón, ella me miró de reojo mientras cortaba vegetales con prisa.
–¿Sí, hijo? –indagó desconcentrada.
–Quiero ver tu nueva habitación –aventuré con total inocencia (Me dijeron que era buen actor ¡No me juzguen!). La propuesta evidentemente la tomó por sorpresa.
–¿Para qué? –inquirió sin quitarle los ojos de encima al cuchillo y las zanahorias. Yo ya tenía todas las respuestas planeadas con anticipación. Sonreí aún más con malicia.
–¡Porque me encanta la nueva casa y aún hay habitaciones que no pude apreciar debidamente! Además, podríamos hacer algunas remodelaciones... ¿No crees? –aventuré con una sonrisa maquiavélica.
Ella abrió los ojos de par en par, había dado justo en el blanco.
La casa en realidad no me interesaba tanto como volver a mi ciudad con mis amigos (no es que me sobraran) o tanto como saber qué secretos me ocultaban bajo mi propia nariz. Pero la palabra clave para todo fue "remodelaciones". Mi madre era diseñadora de interiores, por lo que instintivamente se despertó su interés. algo así como su instinto femenino (¡No soy malvado, sólo víctima de las circunstancias!).
–¡Oh, estoy tan orgullosa de que te intereses por la estética de nuestro nuevo hogar! –exclamó con una gran sonrisa y me abrazó con fuerza, no sin antes soltar el cuchillo (aclaro)– Toma la llave del dormitorio –dijo rebuscando en sus bolsillos– Si se te ocurre algún diseño más moderno luego me haces un esquema y vemos qué hacer, ¿Te parece bien? –propuso con entusiasmo. Ladeé más mi sonrisa, ardiendo por dentro.
–Me parece perfecto, gracias mamá.
Antes de que ella siquiera volviera a tomar el cuchillo, yo ya estaba insertando la llave en el cerrojo del dormitorio de mis padres.
Entré abriendo la puerta de un empujón y barrí con la mirada la fría habitación, las paredes eran de un color verde pálido demasiado deprimente, las cortinas también, allí solo había una cama matrimonial, una ventana con vidrios de colores que con ayuda de los rayos del sol pintaban las maderas del suelo, un gran armario de madera labrada que ocupaba casi toda la pared derecha y un escritorio con una vieja computadora encima, colmada de papeles, pero ni una señal de la insulsa carta de mi querido y ausente abuelo. Estaba desilusionado (aún más).
–¿Dónde estará esa carta? –mascullé con hartazgo, tratando de descifrar el misterio. Pero fue en vano.
Luego de aquel fiasco bajé hasta la cocina y seguí con mi papel de "decorador de interiores" criticando los colores de las paredes, mientras mi madre asentía con aprobación. Acertó a decir que tenía talento, dándome escalofríos.
–¿Y dónde quedó la carta del abuelo? –solté la pregunta casi como una insinuación mientras hablábamos y mi madre, tan distraída como siempre, respondió automáticamente.
–En su estudio, por supuesto, donde está esa gran puerta tallada en el segundo piso.
Una chispa se encendió en mí y antes que mi madre dijese otra palabra, ya estaba subiendo las escaleras, saltándome los escalones de dos en dos ¡Qué tonto había sido!
A mitad de la escalera hacia el segundo piso, fijé la vista durante una centésima de segundo en una sección de la pared que sobresalía ligeramente tras el empolvado tapiz floreado que recubría la pared, parecía haber una pequeña abertura de menos de medio centímetro, supuse que seguramente sería una rajadura por los años que tenía de aquella mansión, nada que mereciera desviar mis pensamientos de mi objetivo real: Entrar al estudio de mi abuelo (y miren que soy terco).
Definitivamente no entendía para qué mi abuelo necesitaría un estudio, pero con semejante mansión... ¿Por qué no?. Suspiré al darme cuenta lo poco que lo había conocido. Solo un par de esbozos de su rostro rondaban en mi cabeza y vagas anécdotas que solía contar mi padre revivían en mi memoria al pensar en él. Pero tampoco puedo decir que lo extrañaba.
Llegué al segundo piso con el corazón en la boca, sin embargo no me fue difícil llegar a la imponente puerta de madera. Exhausto de correr escaleras arriba, me detuve contra ella a tomar algunas bocanadas de aire (rogando recuperar mi aliento lo antes posible) y me preparé para poner mis manos sobre la llamativa perilla tallada en bronce.