Cuando oí el timbre supe de inmediato que era Bárbara llamando, así que corrí a abrirle. La encontré acariciando al gato negro que había visto el otro día, el cual al verme bufó y salió corriendo.
–¿Ahora eres bruja? –pregunté a forma de chiste. Ella se limitó a reír de manera sarcástica.
La invité a pasar (a lavarse las manos) y comer algo. Durante varios minutos, mientras comíamos galletas de chocolate a más no poder, estuvo apreciando la estructura de la mansión, desde la entrada hasta el comedor, hablando y hablando de su historia y otras cosas a las que no presté mucha atención (lo lamento, pero las galletas son más interesantes). Como habrán notado, recordar las cosas históricas no es lo mío.
Cuando al fin nos dirigimos a las escaleras (tras poner rock a todo volumen para llenar los silencios incómodos, en caso de que se den) le pasé una linterna y subimos por los chirriantes escalones de la extensa y oscura escalera de madera. Rebasamos el primer piso, todo normal, continuamos ascendiendo hacia el segundo piso y de la nada oímos un maullido seguido de un ruido sordo.
Bárbara y yo nos miramos con los ojos redondos como platos del susto. Volteamos hacia la pared desde la que parecía haber salido el sonido. Todo parecía normal, sin nada fuera de lo común ¡Era sólo una pared! Pero Bárbara tal vez vio algo que yo no. La cuestión es que aproximó su mano a la pared y, de un movimiento, arrancó parte del tapiz.
–¡Bárbara! ¡¿Por qué hiciste eso?! –exclamé atónito, si mi madre lo veía, me mataba. Me tomé de las sienes.
Pero entonces, posé mi vista en algo que sobresalía en la pared, como algo que se desprendía de ella. No, era algo que se desplegaba de ella... Como una compuerta metálica, escondida bajo el tapizado. No entendía que hacía eso en ese lugar, pero, sin pensarlo dos veces, llevé la mano hasta aquel rectángulo de metro y medio de alto que sobresalía como una puerta que dejaron mal cerrada y palpé el borde. Era metálico, frío y estaba muy sucio, se notaba que hacía mucho que nadie lo tocaba.
–Una caja fuerte –supuso mi amiga observándolo detenidamente.
–No, sino tendría algún candado o combinación para abrirla, es algo más –contrapuse mientras trataba de abrirla o arrancarla, pero no lo logré debido a que estaba atascada al punto que parecía soldada. Apoyé mi barbilla sobre mi mano, mientras forzaba mi mente a sacar conclusiones.
Entonces seguimos arrancando el tapiz hasta dejar totalmente descubierta la puerta, no tenía ranuras, picaporte, siquiera una inscripción, solo era gran un rectángulo metálico, como una tapa. Ella me miró sugerentemente, como esperando a que hiciese algo.
–¿Qué pasa? –indagué confundido. Ella puso los ojos en blanco con hartazgo, pero rápidamente deshizo el gesto y volvió a sonreír con incredulidad.
–Déjalo, creo que no podemos hacer nada aquí. Continuemos.
Intentamos volver a colocar el tapiz y así sin más continuamos avanzando hasta el siguiente piso, haciendo de cuenta que nada había ocurrido. Me dirigí a la gran puerta de madera tallada. Tenía grabadas imágenes de extraños animales, mitológicos supuse, y otras decoraciones no convencionales, cosa que predominaba en esa mansión.
Miré a Bárbara y ella a mí, encontré que estaba un tanto nerviosa, tal vez ansiedad o miedo a que algo malo pasara. Podían ser simples nervios por la situación, pero noté que se esforzaba por cubrir algo en su muñeca derecha. Los anteriores días le había visto colgando de esa misma mano una pulsera plateada con grabados y gemas rojas, pero ¿Por qué la ocultaba de pronto? Ni idea. La miré de reojo repetidas veces.
Giré el picaporte, empujé, y con un chirrido se abrió la puerta frente a nosotros.
Todo estaba oscuro, las ventanas cerradas y la luz no encendía. Miré a Bárbara en busca de alguna sugerencia de qué hacer ahora, pero ella siquiera me devolvió la mirada. Parecía en trance, mirando hacia el interior de la habitación, directo hacia la nada. Entró rápida como una flecha, y con ella, yo detrás.
Y como cliché de película de terror, la puerta se cerró con estruendo tras nosotros.
Para ser sincero, estaba muriendo de miedo, mientras que a Bárbara no parecía importarle mucho el aire siniestro, como si fuese algo usual entrar a enormes y misteriosas casas ajenas y quedar encerrados dentro.
Pero fue allí cuando noté que su pulsera estaba brillando, las gemas rojas despedían cierto brillo inusual que se reflejaba en e piso y las paredes.
–Oye... –balbuceé– ¿Tu pulsera siempre hace eso? –aventuré, pero ella no respondió. Me acerqué más a ella, con una ceja arqueada.