Corrí a toda velocidad entre los pasillos oscuros y fríos sobre los que se erguía la mansión. A pesar de lo helado que estaba allí abajo, estaba transpirando. Mis zapatillas resbalaban, no era el calzado apropiado para correr de corredor en corredor por una antigua y misteriosa mansión. Tenía miedo, estaba preocupado por Bárbara, por Clear y por Kevin también (Por supuesto). No sabía qué había pasado con el sujeto número dos, el otro amigo de Luca, pero suponía (era casi seguro) que lo habían dejado "cuidando" a mis amigos... ya entienden mi angustia. Si a mí me habían golpeado, gritado y manipulado... Simplemente no quería imaginar que les podría estar sucediendo a mis amigos mientras yo estaba allí abajo. Sentía que los había abandonado, que les había fallado.
Perdí toda la noche, bueno, yo no diría que la perdí, más bien... me obligaron a invertir varias horas en una tarea desagradable, obviando la última hora, en la que volví a ver a mi abuelo. Ya habría tiempo para apreciar todo eso o para estar asustado por mí mismo después, ahora la prioridad era llegar hasta arriba y posiblemente salvar a mis amigos.
Luego de perder un par de minutos dando vueltas de pasillo en pasillo tratando de orientarme, di con la entrada, unas escaleras angostas de madera que subían algunos metros hasta una trampa cuadrada lo suficientemente amplia como para qué una persona tal vez portando una mochila y muchas capas de ropa pudiera subir sin problemas. La abrí y trepé hasta salir a la superficie una vez más. Miré a mi rededor, reconocí que estaba en uno de los cuartos del segundo piso, era como una habitación sólo para guardar libros inútiles y sentarse a beber café, aunque tranquilamente podías hacer eso en la sala de estar, de todas formas allí estaba la habitación. Al final no era tan inservible y aburrida como parecía, acepto que era un buen disfraz para ocultar la entrada a tales pasadizos.
No tuve mucho tiempo de detenerme para nada. Corrí escaleras abajo, bajando de a dos escalones a la vez. Trastabillé en el último escalón y caí de cara al piso. Otra vez. Llegué a duras penas entero y con ambos pulmones a la sala de estar.
Mi nariz había comenzado a sangrar levemente, recién allí me di cuenta de lo mal que me sentía. Eso iba a ser difícil de explicar. Volví a enfocarme, miré a mí alrededor, no vi a nadie frente a la entrada ni en la sala, no escuchaba sonido alguno.
Me dirigí silenciosamente hacia la cocina, debían estar allí, era poco probable que se hubieran marchado así porque sí. Asomé la cabeza dentro, no vi nada, di dos pasos y algo me dio de lleno en la frente, ¡Qué bien, otro golpe! (Creo que fue una sartén lo que me aventaron). Quedé un tanto aturdido y mi vista falló unos momentos, di vueltas en mi lugar tomándome la cara entre mis manos mientras gritaba amenazas a quién sea que hubiera hecho eso, pensando en que sería Sujeto número dos. Me sorprendí al sentir unas cálidas manos rozando mi cara con delicadeza. Abrí los ojos y a pesar de lo mareado que estaba, pude divisar unos bellos ojos dorados que me miraban con preocupación. Mi corazón se aceleró y me alegré en mi interior, ¡Bárbara, ella estaba bien!
–¿Dónde están los chicos? –fue lo primero que escupí en mi confusión. Ella sonrió con calma.
–Cálmate, nosotros estamos bien –dijo haciendo una ademán hacia la mesa plateada de cocina en el centro de la habitación, tras ella se asomaron dos atemorizadas y conocidas caras ¡Clear y Kevin! Estaban bien, no tenían idea de lo mucho que eso me alegraba y tranquilizaba. Sonreí y suspiré.
La fuerza de mis piernas me abandonó. Me dejé caer, inconsciente, lo último que oí fue a Bárbara gritándome que no me durmiera, pero no pude resistir, mis ojos se cerraron.
Me desperté en mi habitación, ya era casi mediodía juzgando por la luz solar que entraba desde mi ventaba. Me incorporé, ya no me dolía en cuerpo ni el rostro pero tenía un fuerte dolor de cabeza, sentía la mente revuelta. Me quejé en voz baja. Miré hacia mi mesita de luz, allí estaba aquel antiguo reloj donde ahora residía el alma de mi abuelo. Me vestí con lo primero que encontré en mi ropero (Sí, estaba en ropa interior, y no quiero saber cómo terminé así) y abrí la puerta de mi habitación. Al hacerlo me topé con la desafiante e inexpresiva cara de Bárbara, me miraba detenidamente de pies a cabeza. Me puso la mano en la frente, luego en mi pecho para escuchar mi corazón y después me miró con el ceño fruncido:
–¿Por qué saliste de la habitación? –exclamó reprendiéndome como si fuera una enfermera y yo un enfermo grave a su cuidado– Necesitas descansar.
–Relájate, ya me siento mucho mejor –me excusé. Necesitaba comer algo, mi estómago me estaba matando. Sin contar que mi familia seguro llegaría pronto y había mucho por explicar...