Los girasoles también lloran

Capítulo diez. Janeth.

 

 

JANETH

El olor a sopa es delicioso y bastante fuerte, como un recuerdo bello cargado en melancolía hogareña de cuando mi madre se metía a la cocina y yo iba detrás para ayudarla. El olor me transporta a mi añorada infancia, a esos días en los que mi única preocupación eran tareas con sumas y restas para nada complicadas, sin letras, exponentes ni paréntesis, nada. Es como un puñetazo en el estómago, lo admito aquí, mientras doy bocados y cierro los ojos; es como un puñetazo porque soy consciente del tiempo en que hace mucho no disfrutaba algo así, sin la tensión de que hago o mucho ruido o que probablemente como muy lento y a mis espaldas está Darío que me espera, impaciente.

El siguiente bocado queda a medio camino en su trayecto a mi boca. La mano me tiembla; mi mente corre.

Él va a venir por mí y va a ordenarme algo, va a interrumpirme mientras hago lo que puedo para no quemarme la lengua ya que mis horarios de comida son reducidos y bastante estrictos.

«Hoy no» me digo y chasqueo la lengua.

Resulta que hoy puedo tomarme una ducha (la temperatura me ha costado regularla) y la sensación tibia cayendo sobre mi piel relaja un poco ciertos dolores en zonas que, a como dijo Kiareth, están golpeadas.

Golpeadas.

Lo peor es que siquiera puedo mirarme al bendito espejo que hay sobre el lavamanos del baño, por más mínimo que resulte el vistazo a mi cuerpo o se noten las marcas en la parte superior de este. Resulta la misma sensación de incomodidad cuando paso frente al espejo tamaño cuerpo entero colgado en la habitación donde he dormido.

Sé que, si dirijo mis ojos a ese reflejo, voy a encontrarme con la imagen magullada de un cuerpo débil y demacrado; la imagen de una mujer que se ha resquebrajado con cada golpe propinado en lugares donde es fácil ocultar con ropa y el mero contacto vuelve un infierno mi existencia.

De todos modos, hay veces en las que esa rabia incontenida por parte de ese tipo explotaba más allá; suspiro, y me rozo el labio, en la herida que arde al mínimo roce. Hay veces en las que sus ojos pierden todo tipo de brillo y solo actúa, llevado por un instinto que pide lastimar a quien sea tenga de frente.

No recuerdo (ni quiero hacerlo, a decir verdad) la razón del porqué ese tipo solo vino y me hizo esto. Ya a estas alturas esa parte doblegada en mi corazón acepta su destino y dice: «me lo merezco», porque si me golpea es porque hice algo mal y debo de corregirlo, aunque él muchas veces solo prefiera levantarme la mano y no decirme nada, no argumentar cada una de esas «correcciones» tan nefastas que… que no están bien.

«Dios, eso no es… no es verdad. Eso no está bien, en ninguna circunstancia».

Cubro mi rostro un poco, con el calor de la sopa más que arraigada a mí.

Sé que no está bien, no se justifican los golpes; pero no es solo cuestión de saber, no es solo venir, sentirse ultrajada y pensar que todo lo que ocurre no es correcto, pues ahí entra otra operación importante: el ansiado escape.

Escapar se siente tan fácil, decirlo es una perfecta forma de rebelión, y quizás hoy para mí lo fue; pero cuando todos estos años has estado bajo el yugo de alguien a quien crees posee mucho poder y fuerza que tú, no sabes porqué debes de huir, no sabes siquiera si es una buena idea o si es meramente prudente. También llegan las posibilidades de que te atrapen, todo se arruine y, en cambio, las cosas terminen peor con un aterrador castigo de imaginar.

Las razones del porqué es mejor intentarlo que seguir ahí están en frente; tan atrapada como un ave viendo su vida pasar envuelto en una jaula que le impide irse a una mejor situación; desarrollarse correctamente y que corta todas y cada una de sus plumas.

La ducha todavía cae frente mi cuerpo desnudo y tengo que apartarme antes de que me moje los dos moños separados sobre la parte más alta de mi cabeza.

Esa tibieza es relajante, casi instantánea, aunque en la mañana esa palabra haya sido inalcanzable para mi mente.

Es como si el peso del mundo en mis espaldas fuese diluyéndose por cada gota cálida que moja mi piel.

Cierro los ojos mientras tiro la cabeza hacia atrás.

Estoy consciente de que segura-segura no lo estoy al cien por ciento; pero el solo hecho de no escuchar aquellos gritos y regaños es suficiente para que ese «veneno» instalado en mi cerebro comience a diluirse, es suficiente para que mi pobre cuerpo deje ir cientos yunques que le agregan peso, que lo obligan a mantenerse en su sitio, como si las salidas no existiesen, como si no hubiese una forma de… huir.

He huido.

Me tallo los ojos, una y otra vez mientras despejo mi mente y en mi rostro echo un poco de agua tibia.

«He huido», repite mi cabeza, como si todavía se le hiciese absurda la idea y en realidad me encontrase con Darío, soñando despierta con algo que puede acabar con mi vida si él se da cuenta. Eligiendo la única opción que tengo como salvavidas, he huido; pero tampoco soy (tan) tonta; sé que al haber venido terminé exponiendo a todos a Darío, es poner a esta familia contra ese tipo, a todo lo que puede o se le ocurra hacerles si descubre que ellos me dan asilo.



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En el texto hay: romance, lgbt, lgbtdrama

Editado: 08.04.2024

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